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El rumor de trueno era incesante, y
estampidos tremendos se oían a cada momento. La electricidad se desarrollaba con tal in-
tensidad, que de los dos aceros se desprendían penachos luminosos, como se desprenden
de los pararrayos en medio de nubes tempestuosas.
Después de un corto descanso, Corsican volvió a dar la señal. Fabián y Drake volvieron
a ponerse en guardia.
El segundo combate fue mucho más animado que el primero Fabián se defendía con
admirable calma, Drake atacaba con rabia. Varias veces, después de un golpe furioso,
admirablemente parado, esperé una contestación de Fabián, que ni siquiera la intentó.
De pronto, después, de un quite en tercera, Drake se tiró a fondo. Creí que Fabián había
sido tocado en medio del pecho, pero éste había parado en quinta, pues el golpe iba bajo.
Drake se retiró, cubriéndose con un rápido semicírculo, mientras los relámpagos rasgaban
las nubes sobre nuestras cabezas.
Fabián tenía excelente ocasión de responder. Pero no lo hizo. Esperó, dejando a su
enemigo tiempo de reponerse.
Confieso que aquella magnanimidad, que Drake no merecía, me desagradó. Harry
Drake era uno de esos hombres con quienes no conviene tener miramientos.
De repente, sin que nada pudiera explicarme tan extraño abandono de sí mismo, Fabián
dejó caer su espada. Había sido tocado mortalmente, sin que lo sospecháramos. Toda mi
sangre se agolpó en el corazón.
Pero la mirada de Fabián había tomado una animación singular.
-Defendeos -gritaba Drake, rugiendo, recogido sobre sus piernas, como un tigre pronto
a caer sobre su presa.
Creí que Fabián, desarmado, estaba perdido. Corsican iba a arrojarse entre él y su
enemigo, para impedir un asesinato... Pero Harry Drake, entretanto, estaba también inmó-
vil.
Me volví. Pálida como un cadáver, con las manos extendidas, Elena adelantaba hacia
los combatientes. Fabián, con los brazos abiertos, fascinado por aquella aparición, no se
movía.
-¡Vos! ¡Vos! -gritó Drake, dirigiéndose a Elena-. ¡Vos aquí!
Su espada levantada se estremecía con su punta de fuego. Parecía la espada del arcángel
en manos del demonio.
De repente, un relámpago deslumbrador, una iluminación violenta envolvió la popa del
buque. Me sentí derribado, medio ahogado. El relámpago y el trueno habían sido si-
multáneos. Se percibía un fuerte olor a azufre. Me levanté y miré. Elena estaba apoyada
en Fabián. Harry Drake, petrificado, permanecía en pie, en la misma postura, pero su