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No me aconsejes, ni permitas que consuelo alguno encante mis oídos, a no ser que proceda de alguno cuyas desgracias se comparen a las mías. Encuéntrame un padre que haya amado a su hija tanto como yo; cuya felicidad, puesta en ella, haya sido aniquilada como la mía, y pídele que hable de paciencia. Mide su dolor por la extensión y hondura del mío, y que a cada lamento responda otro lamento, pena por pena igual en todo, en cada rasgo, parte, aspecto y forma. Si tal hombre sonríe de grado y se atusa la barba, manda a la aflicción a paseo, grita «ejem» cuando debiera gemir, remienda su dolor con proverbios y ahoga sus infortunios bebiendo con los gastacandelas, tráemelo luego, y de él aprenderé paciencia. Pero tal hombre no existe, porque, hermano mío, los hombres pueden aconsejar y proferir palabras de consuelo ante aquellos pesares que no sienten; mas cuando los experimentan, su consejo se convierte en cólera, el mismo que antes pretendían daros como precepto medicinal contra la rabia, probando a encadenar la locura con un hilo de seda, a calmar el dolor con aire y la agonía con vocablos. No, no; es un deber de todos los hombres predicar paciencia a cuantos se retuercen bajo el peso de la desdicha; pero ninguno tiene virtud ni entereza para mantenerse tan moralizador cuando esa misma desdicha pesa sobre él. Por lo tanto, no me des consejos. Mis penas gritan más alto que tus reflexiones.
ANTONIO.-En esto no difieren en nada los hombres de los niños.
LEONATO.-¡Silencio, por favor! Quiero ser de carne y sangre. Porque todavía no se ha encontrado un filósofo capaz de soportar pacientemente un dolor de muelas, no obstante escribir bajo la inspiración de los dioses y burlarse del hado y del sufrimiento.
ANTONIO.-Sin embargo, no echéis sobre vos todo el peso de la desventura; que aquellos que os han ofendido sufran también.
LEONATO.-En eso hablas con razón. Sí, he de pensarlo. Mi alma me dice que Hero ha sido calumniada, y lo sabrá Claudio, así como el príncipe y todos aquellos que de tal modo la han deshonrado.
ANTONIO.-Aquí vienen el príncipe y Claudio a toda prisa.
DON PEDRO.-Buenos días. Buenos días.
CLAUDIO.-Buenos días a ambos.
LEONATO.-Oíd, señores...
DON PEDRO.-Llevamos alguna prisa, Leonato.
LEONATO.-¡Alguna prisa, señor! Bien; adiós, señor. ¿Tanta prisa ahora? Bien, ya nos veremos.