Don Quijote de la Mancha (Miguel de Cervantes Saavedra) Libros Clásicos

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porque siempre nos hablábamos, las veces que la buena fortuna y mi
diligencia lo concedía, con todo regocijo y contento, sin mezclar en
nuestras pláticas lágrimas, suspiros, celos, sospechas o temores. Todo era
engrandecer yo mi ventura, por habérmela dado el cielo por señora:
exageraba su belleza, admirábame de su valor y entendimiento. Volvíame ella
el recambio, alabando en mí lo que, como enamorada, le parecía digno de
alabanza. Con esto, nos contábamos cien mil niñerías y acaecimientos de
nuestros vecinos y conocidos, y a lo que más se entendía mi desenvoltura
era a tomarle, casi por fuerza, una de sus bellas y blancas manos, y
llegarla a mi boca, según daba lugar la estrecheza de una baja reja que nos
dividía. Pero la noche que precedió al triste día de mi partida, ella
lloró, gimió y suspiró, y se fue, y me dejó lleno de confusión y
sobresalto, espantado de haber visto tan nuevas y tan tristes muestras de
dolor y sentimiento en Luscinda. Pero, por no destruir mis esperanzas, todo
lo atribuí a la fuerza del amor que me tenía y al dolor que suele causar la
ausencia en los que bien se quieren.
»En fin, yo me partí triste y pensativo, llena el alma de imaginaciones y
sospechas, sin saber lo que sospechaba ni imaginaba: claros indicios que me
mostraban el triste suceso y desventura que me estaba guardada. Llegué al
lugar donde era enviado. Di las cartas al hermano de don Fernando. Fui bien
recebido, pero no bien despachado, porque me mandó aguardar, bien a mi
disgusto, ocho días, y en parte donde el duque, su padre, no me viese,
porque su hermano le escribía que le enviase cierto dinero sin su
sabiduría. Y todo fue invención del falso don Fernando, pues no le faltaban
a su hermano dineros para despacharme luego. Orden y mandato fue éste que
me puso en condición de no obedecerle, por parecerme imposible sustentar
tantos días la vida en el ausencia de Luscinda, y más, habiéndola dejado
con la tristeza que os he contado; pero, con todo esto, obedecí, como buen
criado, aunque veía que había de ser a costa de mi salud.
»Pero, a los cuatro días que allí llegué, llegó un hombre en mi busca con
una carta, que me dio, que en el sobrescrito conocí ser de Luscinda, porque
la letra dél era suya. Abríla, temeroso y con sobresalto, creyendo que cosa
grande debía de ser la que la había movido a escribirme estando ausente,
pues presente pocas veces lo hacía. Preguntéle al hombre, antes de leerla,
quién se la había dado y el tiempo que había tardado en el camino. Díjome
que acaso, pasando por una calle de la ciudad a la hora de medio día, una

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