Crimen y Castigo (Fedor Dostoiewski) Libros Clásicos

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Ahí está la dificultad -añadió, dirigiéndose a Raskolnikof y echándole por segunda vez una rápida mirada de arriba abajo. Sin duda le extrañaba que aquel joven andrajoso diera dinero-. ¿La ha encontrado usted lejos de aquí? -le preguntó.
-Ya le he dicho que ella iba delante de mí por el bulevar. Se tambaleaba y, apenas ha llegado al banco, se ha dejado caer.
-¡Qué cosas tan vergonzosas se ven hoy en este mundo, Señor! ¡Tan joven, y ya bebida! No cabe duda de que la han engañado. Mire: sus ropas están llenas de desgarrones. ¡Ah, cuánto vicio hay hoy por el mundo! A lo mejor es hija de casa noble venida a menos. Esto es muy corriente en nuestros tiempos. Parece una muchacha de buena familia.
De nuevo se inclinó sobre ella. Tal vez él mismo era padre de jóvenes bien educadas que habrían podido pasar por señoritas de buena familia y finos modales.
-Lo más importante -exclamó Raskolnikof, agitado-, lo más importante es no permitir que caiga en manos de ese malvado. La ultrajaría por segunda vez; sus pretensiones son claras como el agua. ¡Mírelo! El muy granuja no se va.
Hablaba en voz alta y señalaba al desconocido con el dedo. Éste lo oyó y pareció que iba a dejarse llevar de la cólera, pero se contuvo y se limitó a dirigirle una mirada desdeñosa. Luego se alejó lentamente una docena de pasos y se detuvo de nuevo.
-No permitir que caiga en sus manos -repitió el agente, pensativo-. Desde luego, eso se podría conseguir. Pero tenemos que averiguar su dirección. De lo contrario... Oiga, señorita. Dígame...
Se había inclinado de nuevo sobre ella. De súbito, la muchacha abrió los ojos por completo, miró a los dos hombres atentamente y, como si la luz se hiciera repentinamente en su cerebro, se levantó del banco y emprendió a la inversa el camino por donde había venido.
-¡Los muy insolentes! -murmuró-. ¡No me los puedo quitar de encima!
Y agitó de nuevo los brazos con el gesto del que quiere rechazar algo. Iba con paso rápido y todavía inseguro. El elegante desconocido continuó la persecución, pero por el otro lado de la calzada y sin perderla de vista.
-No se inquiete -dijo resueltamente el policía, ajustando su paso al de la muchacha-: ese hombre no la molestará. ¡Ah, cuánto vicio hay por el mundo! -repitió, y lanzó un suspiro.
En ese momento, Raskolnikof se sintió asaltado por un impulso incomprensible.

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