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...Suenan las diez. No se oye ni un solo grito; se apagaron las velas en las bohardillas, y el barrio entero duerme como un bendito sin negras opresiones de pesadillas.
Devuelven las oscuras calles desiertas el taconeo tardo de los paseantes, y dan la sinfonía de las alertas en su ronda obligada los vigilantes.
Bohemios de rebeldes crías sarnosas, ladran algunos perros sus serenatas, que escuchan, intranquilas y desdeñosas, desde su inaccesible balcón las gatas.
Soñoliento, con cara de taciturno, cruzando lentamente los arrabales, allá va el gringo... ¡pobre Chopin nocturno de las costureritas sentimentales!
¡Allá va el gringo! ¡como bestia paciente que uncida a un viejo carro de la Harmonía, arrastrase en silencio, pesadamente, el alma del suburbio, ruda y sombría!
La viejecita
Sobre la acera, que el sol escalda,
doblado el cuerpo -la cruz obliga-
lomo imposible, que es una espalda
desprecio y sobra de la fatiga,
pasa la vieja, la inconsolable,
la que es, apenas, un desperdicio
del infortunio, la lamentable
carne cansada de sacrificio.
La viejecita, la que se siente
un sedimento de la materia,
deshecho inútil, salmo doliente
del Evangelio de la Miseria.
Luz de pesares, propios o ajenos,
sobre la pena de su faz mustia
dejan estigmas, de dolor llenos,
entristeciendo su misma angustia;
su misma angustia que ha compartido,
como el mendrugo que no la sacia,
con esa niña que ha recogido,
retoño de otros, en su desgracia.
Esa pequeña que va a su lado,
la que mañana será su apoyo,