Las Dos Doncellas (Miguel de Cervantes Saavedra) Libros Clásicos

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-¿Tan lindo es, señora huéspeda? -replicó el caballero.
-¡Y cómo si es lindo! -dijo ella-; y aun más que relindo.
-Ten aquí, mozo -dijo a esta sazón el caballero-; que, aunque duerma en el suelo tengo de ver hombre tan alabado.
Y, dando el estribo a un mozo de mulas que con él venía, se apeó y hizo que le diesen luego de cenar, y así fue hecho. Y, estando cenando, entró un alguacil del pueblo (como de ordinario en los lugares pequeños se usa) y sentóse a conversación con el caballero en tanto que cenaba; y no dejó, entre razón y razón, de echar abajo tres cubiletes de vino, y de roer una pechuga y una cadera de perdiz que le dio el caballero. Y todo se lo pagó el alguacil con preguntarle nuevas de la Corte y de las guerras de Flandes y bajada del Turco, no olvidándose de los sucesos del Trasilvano, que Nuestro Señor guarde.
El caballero cenaba y callaba, porque no venía de parte que le pudiese satisfacer a sus preguntas. Ya en esto, había acabado el mesonero de dar recado al cuartago, y sentóse a hacer tercio en la conversación y a probar de su mismo vino no menos tragos que el alguacil; y a cada trago que envasaba volvía y derribaba la cabeza sobre el hombro izquierdo, y alababa el vino, que le ponía en las nubes, aunque no se atrevía a dejarle mucho en ellas por que no se aguase. De lance en lance, volvieron a las alabanzas del huésped encerrado, y contaron de su desmayo y encerramiento, y de que no había querido cenar cosa alguna.

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