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-¿No queréis que corra apriesa y con miedo -respondió el hombre-, si por milagro me he escapado de una compañía de bandoleros que queda en ese bosque?
-¡Malo! -dijo el mozo de mulas-. ¡Malo, vive Dios! ¿Bandoleritos a estas horas? Para mi santiguada, que ellos nos pongan como nuevos.
-No os congojéis, hermano -replicó el del bosque-, que ya los bandoleros se han ido y han dejado atados a los árboles deste bosque más de treinta pasajeros, dejándolos en camisa; a sólo un hombre dejaron libre para que desatase a los demás después que ellos hubiesen traspuesto una montañuela que le dieron por señal.
-Si eso es -dijo Calvete, que así se llamaba el mozo de mulas-, seguros podemos pasar, a causa que al lugar donde los bandoleros hacen el salto no vuelven por algunos días, y puedo asegurar esto como aquel que ha dado dos veces en sus manos y sabe de molde su usanza y costumbres.
-Así es -dijo el hombre.
Lo cual oído por don Rafael, determinó pasar adelante; y no anduvieron mucho cuando dieron en los atados, que pasaban de cuarenta, que los estaba desatando el que dejaron suelto. Era estraño espectáculo el verlos: unos desnudos del todo, otros vestidos con los vestidos astrosos de los bandoleros; unos llorando de verse robados, otros riendo de ver los estraños trajes de los otros; éste contaba por menudo lo que le llevaban, aquél decía que le pesaba más de una caja de agnus que de Roma traía que de otras infinitas cosas que llevaban. En fin, todo cuanto allí pasaba eran llantos y gemidos de los miserables despojados. Todo lo cual miraban, no sin mucho dolor, los dos hermanos, dando gracias al cielo que de tan grande y tan cercano peligro los había librado.