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-Peter -dijo Wendy emocionada-, ésa era Cenicienta y él la encontró y vivieron felices para siempre.
Peter se puso tan contento que se levantó del suelo, donde habían estado sentados y corrió a la ventana.
-¿Dónde vas? -exclamó ella alarmada.
-A decírselo a los demás chicos.
-No te vayas, Peter -le rogó ella-, me sé muchos cuentos. Ésas fueron sus palabras exactas, así que no hay forma de negar que fue ella la que tentó a él primero.
Él regresó, con un brillo codicioso en los ojos que debería haberla puesto en guardia, pero no fue así.
-¡Qué historias podría contarles a los chicos! -exclamó y entonces Peter la agarró y comenzó a arrastrarla hacia la ventana.
-Wendy, ven conmigo y cuéntaselo a los demás chicos. Como es natural se sintió muy halagada de que se lo pidiera, pero dijo:
-Ay, no puedo. ¡Piensa en mamá! Además, no sé volar.
-Yo te enseñaré.
-Oh, qué maravilla poder volar.
-Te enseñaré a subirte a la ventana y luego, allá vamos.
-¡Oooh! -exclamó ella entusiasmada.
-Wendy. Wendy, cuando estás durmiendo en esa estúpida cama podrías estar volando conmigo diciéndoles cosas graciosas a las estrellas.
-¡Oooh!
-Y, oye, Wendy, hay sirenas. -¡Sirenas! ¿Con cola? -Unas colas larguísimas.
-¡Oh! -exclamó Wendy-. ¡Qué maravilla ver una sirena! Él hablaba con enorme astucia.
-Wendy-dijo-, cuánto te respetaríamos todos.
Ella agitaba el cuerpo angustiada. Era como si intentara seguir sobre el suelo del cuarto.
Pero él no se apiadaba de ella.
-Wendy -dijo, el muy taimado-, nos podrías arropar por la noche.
-¡Oooh!
-A ninguno de nosotros nos han arropado jamás por la noche.
-¡Oooh! -yle tendió los brazos.
-Y podrías remendarnos la ropa y hacernos bolsillos.