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Deseó poseer aquel gabinete, tan en relación con la gravedad de las costumbres eclesiásticas. Su pasión creció de día en día. Como trabajaba durante jornadas enteras en aquel asilo, pudo apreciar su silencio y su paz, después de haber admirado al principio su afortunada distribución. Durante los siguientes años, el abate Chapeloud hizo de la celda un oratorio, que sus devotos amigos se complacieron en embellecer. Más tarde aún, una señora ofreció al canónigo para su dormitorio un mueble de tapicería, tapicería que ella misma había estado fabricando durante mucho tiempo bajo las miradas del buen señor, sin que él sospechase que le estaba destinada. Entonces ocurrió con el dormitorio como con la galería: el vicario se deslumbró. En fin, tres años antes de su muerte, el abate Chapeloud había completado las comodidades de su vivienda decorando el salón. Aunque sencillamente adornado de terciopelo de Utrecht, el mueble había seducido a Birotteau. Desde el día en que el camarada del canónigo vio los cortinajes de seda roja de China, los muebles de caoba, la alfombra de Aubusson, que ornaban aquella vasta estancia pintada de nuevo, la vivienda de Chapeloud se convirtió para él en objeto de una secreta monomanía. Vivir allí, acostarse en el lecho de las grandes cortinas de seda en que se acostaba el canónigo, encontrar todas las comodidades en derredor de sí, como las encontraba Chapeloud, fue para Birotteau la dicha completa: no veía nada más allá. Todas las cosas del mundo que hacen nacer la envidia y la ambición en el corazón de los demás hombres se concentraron para él en el secreto y profundo sentimiento con que deseaba una habitación parecida a la que se había creado el abate Chapeloud.