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No era adecuado, pensó indignado Trask. Hace unos minutos, Tanith había estado a diez billones de kilómetros de distancia. Hace unos segundos, a ocho y pico millones. Y ahora, a ochenta mil kilómetros y se acercaba lo bastante como para rozar en la pantalla, aunque se tardarían ocho horas en llegar hasta él. O, en la hiperimpulsión uno podía recorrer un espacio increíble en ese tiempo.
Bueno, se necesitaba lo mismo que cruzar una habitación hoy para recorrer el espacio, en el mismo espacio de tiempo con que hubiese caminado veinticinco metros el Homo Sapiens primitivo.
En la pantalla telescópica Tanith parecía igual que cualquier fotografía de un planeta tipo Tierra visto desde el espacio, con sus contornos enturbiados por las nubes, con los mares y continentes y un vago moteado de gris y pardo y verde, fulminado en el polo por una capa de hielo. Ninguna de las características superficiales, ni siguiera las cordilleras mayores o los ríos, eran todavía distinguibles, pero Harkaman y Sir Rener y Alvyn Karffard y los veteranos parecieron reconocerla. Karffard estaba hablando por teléfono con Paul Roreff, el oficial detector de señales, que no podía captar nada de la luna ni tampoco nada que atravesase el cinturón Van Alíen del planeta.
Quizás sus deducciones se equivocaban en eso.
Puede que Dunnan no hubiera ido en absoluto a Tanith.
Harkaman, que tenía la cualidad de ponerse a dormir a voluntad, con un sexto o enésimo sentido preparado como centinela, se arrellanó en su sillón y cerró los ojos. Trask deseó poder hacerlo también. Pasarían horas antes de que nada ocurriera y hasta entonces necesitaría todo el descanso que pudiese obtener.