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465 Dichas estas palabras, apartó de sí los despojos y los colgó de un tamarisco, cubriéndolos con cañas y frondosas ramas del árbol, que fueran una señal visible para que no les pasaran inadvertidos, al regresar durante la rápida y obscura noche. Luego pasaron delante por encima de las armas y de la negra sangre, y llegaron al grupo de los tracios que, rendidos de fatiga, dormían con las hermosas armas en el suelo, dispuestos ordenadamente en tres filas, y un par de caballos junto a cada guerrero. Reso descansaba en el centro, y tenía los ligeros corceles atados con correas a un extremo del carro. Ulises violo el primero y lo mostró a Diomedes:
477 -Éste es el hombre, Diomedes, y éstos los corceles de que nos habló Dolón, a quien matamos. Ea, muestra tu impetuoso valor y no tengas ociosas las armas. Desata los caballos, o bien mata hombres y yo me encargaré de aquéllos.
482 Así dijo, y Atenea, la de ojos de lechuza, infundió valor a Diomedes, que comenzó a matar a diestro y a siniestro: sucedíanse los horribles gemidos de los que daban la vida a los golpes de la espada, y su sangre enrojecía la tierra. Como un mal intencionado león acomete al rebaño de cabras o de ovejas, cuyo pastor está ausente, así el hijo de Tideo se abalanzaba a los tracios, hasta que mató a doce. A cuántos aquél hería con la espada, el ingenioso Ulises, asiéndolos por un pie, los apartaba del camino, para que luego los corceles de hermosas crines pudieran pasar fácilmente y no se asustasen de pisar cadáveres, a lo cual no estaban acostumbrados. Llegó el hijo de Tideo adonde yacía el rey, y fue éste el decimotercio a quien privó de la dulce vida, mientras daba un suspiro; pues en aquella noche el nieto de Eneo aparecíase en desagradable ensueño a Reso, por orden de Atenea. Dúrante este tiempo el paciente Ulises desató los solípedos caballos, los ligó con las riendas y los sacó del ejército aguijándolos con el arco, porque se le olvidó tomar el magnífico látigo que había en el labrado carro. Y en seguida silbó, haciendo seña al divino Diomedes.
503 Mas éste, quedándose aún, pensaba qué podría hacer que fuese muy arriesgado: si se llevaría el carro con las labradas armas, ya tirando del timón, ya levantándolo en alto; o quitaría la vida a más tracios. En tanto que revolvía tales pensamientos en su espíritu, presentóse Atenea y habló así al divino Diomedes:
509 -Piensa ya en volver a las cóncavas naves, hijo del magnánimo Tideo. No sea que hayas de llegar huyendo, si algún otro dios despierta a los troyanos.
512 Así habló.