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-¡Un instante! -gritó Urutú Dorado-. Veamos cuántas somos, y qué podemos hacer.
A la luz aún incierta de la madrugada examinaron sus fuerzas. Entre las patas de los caballos habían quedado dieciocho serpientes muertas, entre ellas las dos culebras de coral. Atroz había sido partida en dos por Fragoso, y Drimobia yacía allá con el cráneo roto, mientras estrangulaba al perro. Faltaban además Coatiarita, Radínea y Boipeva. En total, veintitrés combatientes aniquilados. Pero las restantes, sin excepción de una sola, estaban todas magulladas, pisadas, pateadas, llenas de polvo y sangre entre las escamas rotas.
-He aquí el éxito de nuestra campaña -dijo amargamente Ñacaniná, deteniéndose un instante a restregar contra una piedra su cabeza-. ¡Te felicito, Hamadrías!
Pero para sí sola se guardaba lo que había oído tras la puerta cerrada de la caballeriza, pues había salido la última. ¡En vez de matar, habían salvado la vida a los caballos, que se extenuaban precisamente por falta de veneno!
Sabido es que para un caballo que se está inmunizando, el veneno le es tan indispensable para su vida diaria como el agua misma, y muere si le llega a faltar.
Un segundo ladrido de perro sobre el rastro sonó tras ellas.
-¡Estamos en inminente peligro! -gritó Terrífica-. ¿Qué hacemos?
-¡A la gruta! -clamaron todas, deslizándose a toda velocidad.
-¡Pero, están locas! -gritó la Ñacaniná, mientras corría-, ¡Las van a aplastar a todas! ¡Van a la muerte! Oíganme: ¡desbandémonos!
Las fugitivas se detuvieron, irresolutas. A pesar de su pánico, algo les decía que el desbande era la única medida salvadora, y miraron alocadas a todas partes. Una sola voz de apoyo, una sola, y se decidían.
Pero la cobra real, humillada, vencida en su segundo esfuerzo de dominación, repleta de odio para un país que en adelante debía serle eminentemente hostil, prefirió hundirse del todo, arrastrando con ella a las demás especies.
-¡Está loca Ñacaniná! -exclamó-. ¡A la caverna!
-¡Sí, a la caverna! -respondió la columna despavorida, huyendo-. ¡A la caverna!
La Ñacaniná vio aquello y comprendió que iban a la muerte. Pero viles, derrotadas, locas de pánico, las víboras iban a sacrificarse, a pesar de todo. Y con una altiva sacudida de lengua, ella, que podía ponerse impunemente a salvo por su velocidad, se dirigió como las otras directamente a la muerte.
Sintió así un cuerpo a su lado, y se alegró al reconocer a Anaconda.
-Ya ves -le dijo con una sonrisa- a lo que nos ha traído la asiática.
-Sí, es un mal bicho... -murmuró Anaconda, mientras corrían una junto a otra.
-¡Y ahora las lleva a hacerse masacrar todas juntas!...
-Ella, por lo menos- advirtió Anaconda con voz sombría-, no va a tener ese gusto...
Y ambas, con un esfuerzo de velocidad, alcanzaron a la columna.
Ya habían llegado.
-¡Un momento! -Se adelantó Anaconda, cuyos ojos brillaban-. Ustedes lo ignoran, pero yo lo sé con certeza, que dentro de diez minutos no va a quedar viva una de nosotras. El Congreso y sus leyes están, pues, ya concluidos.