Las aventuras de Tom Sawyer (Mark Twain) Libros Clásicos

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Fue una jornada sangrienta y, por consiguiente, satisfactoria.
Se reunieron en el campamento a la hora de cenar, hambrientos y felices. Pero surgió una dificultad: indios enemigos no podían comer juntos el pan de la hospitalidad sin antes hacer las paces, y esto era, simplemente, una imposibilidad sin fumar la pipa de la paz. Jamás habían oído de ningún otro procedimiento. Dos de los salvajes casi se arrepentían de haber dejado de ser piratas. Sin embargo, ya no había remedio, y con toda la jovialidad que pudieron simular pidieron la pipa y dieron su chupada, según iba pasando a la redonda, conforme al rito.
Y he aquí que se dieron por contentos de haberse dedicado al salvajismo, pues algo habían ganado con ello: vieron que ya podían fumar un poco sin tener que marcharse a buscar navajas perdidas, y que no se llegaban a marear del todo. No era probable que por la falta de aplicación, desperdiciasen tontamente tan halagüeñas esperanzas como aquello prometía. No; después de cenar prosiguieron, con prudencia, sus ensayos, y el éxito fue lisonjero, pasando por tanto, una jubilosa velada. Se sentían más orgullosos y satisfechos de su nueva habilidad que lo hubieran estado de mondar y pelar los cráneos de las tribus de las Seis Naciones. Dejémoslos fumar, charlar y fanfarronear, pues por ahora no nos hacen falta.


CAPÍTULO XVII

Pero no había risas ni regocijos en el pueblo aquella tranquila tarde del sábado. Las familias de los Harper y de tía Polly estaban vistiéndose de luto entre congojas y lágrimas. Una inusitada quietud prevalecía en toda la población, ya de suyo quieta y tranquila a machamartillo. Las gentes atendían a sus menesteres con aire distraído y hablaban poco pero suspiraban mucho.
El asueto del sábado les parecía una pesadumbre a los chiquillos: no ponían entusiasmo en sus juegos y poco a poco desistieron de ellos.
Por la tarde, Becky, sin darse cuenta de ello, se encontró vagando por el patio, entonces desierto, de la escuela, muy melancólica.
«¡Quién tuviera -pensaba- el boliche de latón! ¡Pero no tengo nada, ni un solo recuerdo! », y reprimió un ligero sollozo.
Después se detuvo y continuó su soliloquio:
«Fue aquí precisamente. Si volviera a ocurrir no le diría aquello, no..., ¡por nada del mundo! Pero ya se ha ido y no lo veré nunca, nunca más.»
Tal pensamiento la hizo romper en llanto, y se alejó, sin rumbo, con las lágrimas rodándole por las mejillas.

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