El crimen de Lord Arthur Saville (Oscar Wilde) Libros Clásicos

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Un desconocido impulso de curiosidad se apoderó de él, y se acercó al lugar. Al aproximarse, la palabra «Asesinato», impresa en letras negras, se presentó a sus ojos. Había quedado inmovilizado y sintió enrojecer su rostro. Se trataba de un aviso ofreciendo una recompensa por cualquier informe que facilitase la aprehensión de un hombre de mediana estatura, entre treinta y cuarenta años, que llevaba un sombrero flexible, chaqueta negra, pantalón a cuadros, y que tenía una cicatriz en la mejilla derecha. Lo leyó repetidas veces, y se preguntaba si al fin aprehenderían al malhechor, y también se sintió perplejo por aquel temor que se iba apoderando de él. Quizá no estaba remoto el momento en que su propio nombre se viese aparecer sobre las paredes de Londres. Algún día, quizá también, se pondría precio a su cabeza.
No supo a dónde fue más tarde; sólo recordaba, en forma imprecisa, haber estado vagando a través de un laberinto de casas sórdidas. Y ya era un amanecer radiante cuando se encontró al fin en Piccadilly Circus. Mientras caminaba lentamente hacia su casa, en dirección a la Plaza Belgrave, pudo ver pasar los pesados carros que iban camino de Covent Garden. Los carreteros, con blusones blancos, sus alegres rostros tostados por el sol, sus hirsutos y rizados cabellos, continuaban aquella marcha lenta restallando sus látigos, y hablando a gritos entre sí. A lomos de un percherón gris, y sujetándose a sus crines fuertemente con sus pequeñas manos, un chiquillo mofletudo, que lucía en su sombrero viejo un fresco ramillete de primaveras, iba dirigiendo al grupo vocinglero, y reía feliz. Los grandes montones de legumbres destacaban contra el cielo matinal, como un hacinamiento de jades verdes sobre el pétalo rosado de una flor maravillosa. Lord Arthur se sintió profundamente conmovido sin poder explicárselo. Percibía algo, en el delicado encanto del amanecer, que le causaba una honda emoción al pensar en cómo el día se abre a la belleza y cómo declina hacia la tormenta. Esta gente del campo, con sus voces broncas, llenas de buen humor, y sus movimientos reposados, ¡qué distinta debían ver a esta Londres! ¡Un Londres libre del pecado nocturno y del humo del día, una ciudad lívida, espectral, una desolada ciudad de tumbas! Se preguntaba qué pensarían de ella, si conocían algo de su esplendor o de su abyección, del impetuoso y ardiente goce de sus alegrías, de su hambre horrorosa, de todo lo que se hace y se aniquila de la mañana a la noche.

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