Los viajes de Gulliver (Jonathan Swift) Libros Clásicos

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A menudo alargaba las piernas hacia abajo, sin encontrar fondo; pero cuando estaba casi agotado y me era imposible luchar más, hice pie. Por entonces la tormenta había amainado mucho.
     El declive era tan pequeño, que anduve cerca de una milla para llegar a la playa, lo que conseguí, según mi cuenta, a eso de las ocho de la noche. Avancé después tierra adentro cerca de media milla, sin descubrir señal alguna de casas ni habitantes; caso de haberlos, yo estaba en tan miserable condición que no podía advertirlo. Me encontraba cansado en extremo, y con esto, más lo caluroso del tiempo y la media pinta de aguardiente que me había bebido al abandonar el barco, sentí que me ganaba el sueño. Me tendí en la hierba, que era muy corta y suave, y dormí más profundamente que recordaba haber dormido en mi vida, y durante unas nueve horas, según pude ver, pues al despertarme amanecía. Intenté levantarme, pero no pude moverme; me había echado de espaldas y me encontraba los brazos y las piernas fuertemente amarrados a ambos lados del terreno, y mi cabello, largo y fuerte, atado del mismo modo. Asimismo, sentía varias delgadas ligaduras que me cruzaban el cuerpo desde debajo de los brazos hasta los muslos. Soló podía mirar hacia arriba; el sol empezaba a calentar y su luz me ofendía los ojos. Oía yo a mi alrededor un ruido confuso; pero la postura en que yacía solamente me dejaba ver el cielo. Al poco tiempo sentí moverse sobre mi pierna izquierda algo vivo, que, avanzando lentamente, me pasó sobre el pecho y me llegó casi hasta la barbilla; forzando la mirada hacia abajo cuanto pude, advertí que se trataba de una criatura humana cuya altura no llegaba a seis pulgadas, con arco y flecha en las manos y carcaj a la espalda. En tanto, sentí que lo menos cuarenta de la misma especie, según mis conjeturas, seguían al primero. Estaba yo en extremo asombrado, y rugí tan fuerte, que todos ellos huyeron hacia atrás con terror; algunos, según me dijeron después, resultaron heridos de las caídas que sufrieron al saltar de mis costados a la arena. No obstante, volvieron pronto, y uno de ellos, que se arriesgó hasta el punto de mirarme de lleno la cara, levantando los brazos y los ojos con extremos de admiración, exclamó con una voz chillona, aunque bien distinta: Hekinah degul.

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