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La emperatriz y los jóvenes príncipes de la sangre de uno y otro sexo, acompañados de muchas damas, estaban a alguna distancia, sentados en sus sillas de manos; pero cuando le ocurrió al emperador el accidente con su caballo descendieron y vinieron al lado de su augusta persona, de la cual quiero en este punto hacer la prosopografía. Es casi el ancho de mi uña más alto que todos los de su corte, y esto por sí solo es suficiente para infundir pavor a los que le miran. Sus facciones son firmes y masculinas; de labio austríaco y nariz acaballada; su color, aceitunado; su continente, derecho; su cuerpo y sus miembros, bien proporcionados; sus movimientos, graciosos, y majestuoso su porte. No era joven ya, pues tenía veintiocho años y tres cuartos, de los cuales había reinado alrededor de siete con toda felicidad y por lo general victorioso. Para considerarle mejor, me eché de lado, de modo que mi cara estuviese paralela a la suya, mientras él se mantenía a no más que tres yardas de distancia; pero como después lo he tenido en la mano muchas veces, no puedo engañarme en su descripción. Su traje era muy liso y sencillo, y hecho entre la moda asiática y la europea; pero llevaba en la cabeza un ligero yelmo de oro adornado de joyas y con una pluma en la cresta. Tenía en la mano la espada desenvainada para defenderse si acaso yo viniera a escaparme; la espada era de unas tres pulgadas de largo, y la guarnición y la vaina eran de oro, avalorado con diamantes. Su voz era aguda, pero muy clara y articulada; yo no podía oírla estando de pie. Las damas y los cortesanos vestían con la mayor magnificencia; tanto, que el espacio en que se encontraban podía compararse a un guardapiés bordado de figuras de oro y plata que se hubiera extendido en el suelo. Su Majestad Imperial me hablaba con frecuencia, y yo le respondía; pero ni uno ni otro entendíamos palabra.
Estaban presentes varios sacerdotes y letrados -por lo que yo colegí de sus vestidos-, a quienes se encargó que se dirigiesen a mí. Yo les hablé en todos los idiomas de que tenía algún conocimiento, tales como alto y bajo alemán, latín, francés, español, italiano y lengua franca; pero de nada sirvió. Después de unas dos horas se retiró la corte y me dejaron con una fuerte guardia, para evitar la impertinencia y probablemente la malignidad de la plebe, que se apiñaba muy impaciente a mi alrededor todo lo cerca que su temor le permitía, y entre la cual no faltó quien tuviera la desvergüenza de dispararme flechas estando yo sentado en el suelo junto a la puerta de mi casa.