Página 23 de 111
hay reglamentos que valga. Arrecia el vendaval, su-
ben las olas, las Sanguinarias están blancas de es-
puma, y los torreros de servicio permanecen
A L F O N S O D A U D E T
40
bloqueados dos o tres meses consecutivos, algunas
veces hasta con terribles circunstancias.
-Caballero, oiga usted lo que me sucedió a mí -
me contaba un día el viejo Bartoli, mientras comía-
mos -he aquí lo que me ocurrió hace cinco años en
esta misma mesa donde estamos, una tarde de in-
vierno, como ahora. Aquella tarde sólo estábamos
dos en el faro: yo y un compañero llamado Tchéco...
Los otros estaban en tierra, enfermos, con licencia,
no recuerdo bien... Acabábamos de comer, muy
tranquilos... De pronto, cátate que mi camarada deja
de comer, me mira un momento con unos ojos píca-
ros, y ¡paf! se cae encima de la mesa, con los brazos
adelante. Me acerco a él, lo muevo, lo llamo: «¡Oh,
Tché!... ¡Oh, Tché!...» Nada: ¡estaba muerto!.. ¡Figú-
rese usted qué emoción! Más de una hora estuve
estupefacto y tembloroso ante aquel cadáver; luego,
de repente, se me ocurre esta idea: «¡Y el faro!» No
tuve tiempo más que de subir a la farola y encender.
La noche estaba ya encima... ¡Señor, qué noche! El
mar y el viento no tenían sus voces naturales. A ca-
da instante parecíame que alguien me llamaba en la
escalera... Y además, ¡Una fiebre, una sed! Por nada
del inundo me hubiese usted hecho bajar... ¡Me da-
ba tanto miedo el difunto! Sin embargo, hacia el alba
C A R T A S D E M I M O L I N O
41
me entró un poco de ánimo. Llevé a mi compañero
a su cama, le echó la sábana encima, recé un poco, y
fui a escape a dar señales de alarma.
Por desgracia, había mar gruesa y de fondo: por
más que llamé y llamé, nadie vino... Y yo a solas en
el faro con mi pobre Tchéco, ¡sabe Dios por cuánto
tiempo! Esperaba poder conservarlo conmigo hasta