Cartas desde mi molino (Alfonso Daudet) Libros Clásicos

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tientas... ¡Ya no hay timón! Es imposible manio-
brar... La Ligera, perdido el rumbo, corre como el
viento... Entonces es cuando la ve pasar el aduane-
ro; son las once y media. A proa de la fragata se oye
un cañonazo... ¡Las rompientes, las rompientes!..
Acabóse; no más esperanza, se va en derechura
a la costa... El capitán baja a su cámara... Al cabo de
un momento, vuelve a ocupar su sitio en la toldilla
con uniforme de gala... Ha querido hermosearse pa-
ra morir.
En el entrepuente se miran ansiosos los solda-
dos, sin rechistar... Los enfermos tratan de levantar-
se... el sargentito ya no se ríe...

C A R T A S D E M I M O L I N O

55

Ábrese entonces la puerta y aparece en el um-
bral el capellán con su estola:
-¡ De rodillas, hijos míos!
Todo el mundo obedece. Con voz atronadora,
el sacerdote comienza las preces por los agonizan-
tes.
De pronto, un choque formidable, un grito, uno
solo, una gritería inmensa, brazos tendidos, manos
que se agarran, ojos extraviados por donde cruza
como un relámpago la visión de la muerte...
¡Misericordia!
Así pasé toda la noche, soñando, evocan do, a
los diez años del suceso, el alma del pobre buque
cuyos restos me rodeaban. A lo lejos, en el estrecho,
rugía la tempestad, la tempestad; la llama de la ho-
guera tumbábase con las rachas de viento, y oía
danzar a nuestra barca al pie de las rocas, haciendo
rechinar las amarras.

A L F O N S O D A U D E T

56

LOS ADUANEROS

La barca Emilia, de Porto-Vecchio, a bordo de
la cual hice aquel viaje lúgubre a las islas Lavezzi,
era una vieja embarcación de la aduana, semicu-
bierta, donde, para resguardarse del viento, de la
olas y de la lluvia, sólo, había un pequeño pabellón
embreado, lo suficientemente ancho para contener a
duras penas una mesa y dos literas. Así es que eran
de ver nuestros marineros con el mal cariz del tiem-
po.

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