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Chorreaban los rostros, las empapadas blusas
humeaban como ropa blanca puesta a secar en estu-
fa, y en pleno invierno los infelices pasaban así días
enteros, hasta las noches inclusive, agazapados en
sus húmedos bancos, tiritando entre aquella hume-
dad malsana, porque no se podía encender fuego a
bordo, y con frecuencia era difícil ganar la costa...
C A R T A S D E M I M O L I N O
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Pues bien, ni uno de aquellos hombres se quejaba.
En los más duros temporales, siempre los vi con
idéntica placidez, del mismo buen humor. Y, sin
embargo, ¡qué triste vida la de esos carabineros de
mar!
Casados casi todos ellos, con mujer é hijos en
tierra, permanecen meses fuera de su hogar, dando
bordadas por aquellas tan peligrosas costas. Por
alimento no tienen sino pan enmohecido y cebollas
silvestres. ¡Nunca hay vino, nunca hay carne, por-
que la carne y el vino cuestan caros, y ellos no ganan
más que quinientos francos al año! ¡Figuraos si ha-
brá oscuridad en la choza de allá abajo, en la mari-
na, y si los niños tendrán que ir descalzos!... ¡No
importa! Todas esas gentes parecen contentas con
su suerte. A popa, delante del camarote, había un
gran balde lleno de agua llovida, donde acudía la
tripulación a calmar la sed, y recuerdo que, tragado
el último buche, cada cual de esos pobres diablos
sacudía su escudilla con un ¡ah! de satisfacción, una
expresión de bienestar cómica enternecedora a la
vez.
El más alegre y satisfecho de todos era un natu-
ral de Bonifacio, tostado, bajo y rechoncho, a quien
llamaban Palombo. Este no hacia más que cantar,
A L F O N S O D A U D E T
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aun con los mayores temporales, Cuando el oleaje
se ponía plomizo, cuando el cielo obscuro por la
cerrazón llenábase de menudo granizo y estaban to-
dos allí venteando la borrasca que iba a venir, en-
tonces, entre el profundo silencio y la ansiedad de a
bordo, comenzaba a canturrear la voz tranquila de