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escopetas, los morrales, las botas para los pantanos.
En el fondo hay cinco o seis literas colocadas alre-
dedor de un verdadero mástil plantado en el suelo y
que sube hasta el techo, al cual sirve de apoyo. Por
la noche, cuando sopla el mistral y cruje la casa por
todas partes, con el mar lejano y el viento que lo
acerca, trae su ruido y lo continúa ahuecando se
creería uno, acostado en el camarote de un buque.
Pero, sobre todo por la tarde es cuando la caba-
ña está encantadora. En nuestros buenos días de
invierno meridional, pláceme estar solo junto a la
alta chimenea, donde arden humeando algunas ma-
tas de tamariscos. Con las rachas del mistral o de la
tramontana, salta la puerta, chillan las cañas, y todas
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esas sacudidas son un ínfimo eco de la gran conmo-
ción de la naturaleza en torno mío. El sol de invier-
no, azotado por la enorme corriente, se esparce,
reúne sus rayos, los dispersa. Grandes sombras co-
rren bajo un cielo azul admirable. La luz y los rui-
dos llegan por sacudidas, y las esquilas de los
rebaños, oídas de pronto y luego olvidadas, per-
diéndose entre el viento, vuelven a sonar bajo la
puerta desencajada, con el hechizo de un estribillo
de canción... La hora exquisita es el crepúsculo, un
poco antes de que lleguen los cazadores. Entonces
el viento está en calma. Salgo un instante. El ancho
sol rojo desciende en paz, inflamado y sin calor. Cae
la noche, y os roza al pasar con sus alas negras y
húmedas. Allá abajo, al nivel del suelo, se ve un fo-
gonazo, con el brillo de una estrella roja avivada por
las tinieblas circunvecinas. En lo que resta de clari-
dad, apresúrase todo bicho viviente. Un largo trián-
gulo de patos vuela muy abajo, cual sí quisiese
tomar tierra; pero de pronto los aleja la cabaña,
donde brilla encendido el caleil (candil). El que va a
la cabeza de la columna, yergue el cuello, vuelve a