Tartarín de Tarascón (Alfonso Daudet) Libros Clásicos

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   Mandó traer luego de Marsella todo un cargamento de conservas alimenticias: pemmican en pastillas para hacer caldo, una tienda de campaña, nuevo modelo, que se montaba y desmontaba en un minuto, botas marinas, dos paraguas, un waterproof y gafas azules para evitar las oftalmías. Por último, el boticario Bezuquet le preparó un botiquín portátil, atiborrado de esparadrapos, árnica, alcanfor y vinagre de los cuatro ladrones.
   ¡Pobre Tartarín! Nada de aquello lo hacía para sí: a fuerza de precauciones y atenciones delicadas, esperaba calmar el furor de Tartarín Sancho, quien, desde que se decidió la marcha, no dejaba de torcer el gesto ni de día ni de noche.

XIII. LA SALIDA

   
   Llegó, por fin, el día solemne, el gran día.
   Todo Tarascón estaba en pie desde la hora del alba, obstruyendo la carretera de Aviñón y las proximidades de la casita del baobab.
   Ventanas, tejados y árboles rebosantes de gente; marineros del Ródano, mozos de cordel, limpiabotas, burgueses, urdidoras, costureras, el casino, en fin, toda la ciudad; además, personas de Beaucaire que habían pasado el puente, huertanos de la vega, tartanas, carretas de grandes bacas, viñadores en sus buenas mulas emperejiladas con cintas, lazos, borlas, penachos, cascabeles y campanillas, y hasta, de trecho en trecho, algunas lindas muchachas de Arlés, llevadas a la grupa por los galanes, adornadas con cintas azules alrededor de la cabeza, en caballitos de Camargue enfurecidos por la espuela.
   Aquella multitud se estrujaba delante de la puerta de Tartarín, el buen señor Tartarín, que se iba a matar leones al país de los teurs.
   Para los tarasconeses, Argelia, África, Grecia, Persia, Turquía, Mesopotamia..., todo esto formaba un país muy vago, casi mitológico, y le llamaban los teurs, los turcos.
   En medio de aquella barahúnda, los cazadores de gorras iban y venían, orgullosos del triunfo de su jefe, abriendo al pasar como surcos gloriosos.
   Delante de la casa del baobab, dos grandes carros. De cuando en cuando se abría la puerta, dejando ver algunas personas que se paseaban gravemente en el jardincito. Unos hombres salían con baúles, cajas, sacos de noche, y los amontonaban en los carros.
   A cada bulto que aparecía, la muchedumbre temblaba: "Tienda de campaña... Conservas... Botiquín... Cajas de armas...", iban diciendo en alta voz. Y los cazadores de gorras daban explicaciones.
   De pronto, hacia las diez, se estremeció la multitud.

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