El Caballero de la Maison Rouge (Alejandro Dumas) Libros Clásicos

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La Convención estaba habituada a las visitas del populacho. Preguntó de qué se trataba y se le contestó que una comisión de voluntarios deseaba presentarse ante ella. Enseguida se abrieron las puertas y seiscientos hombres medio borrachos, armados de sables, pistoletes y picas, desfilaron entre aplausos, pidiendo a gritos la muerte para los traidores.
Collot d´Herbois les prometió salvar la libertad pese a las intrigas; y acompañó sus palabras con una mirada a los girondinos que hizo comprender a éstos que todavía estaban en peligro.
Terminada la sesión, los montañeses se dirigieron a los otros clubs y propusieron poner fuera de la ley a los traidores y degollarlos esa noche.
Louvet vivía en la calle Saint-Honoré, cerca del club de los Jacobinos; su mujer entró en el club, atraída por las voces y escuchó la proposición. Subió a toda prisa para prevenir a su marido que, tras armarse, corrió de puerta en puerta para advertir a sus amigos, a los que encontró reunidos en casa de Pétion, deliberando sobre un decreto que querían presentar al día siguiente. Les cuenta lo que ocurre, incitándoles a tomar, por su parte, alguna medida enérgica.
Pétion, calmoso e impasible como de costumbre, se dirige a la ventana, mira al cielo y extiende su brazo que retira chorreando.
-Llueve -dice-, esta noche no ocurrirá nada.
Por esta ventana entreabierta penetraron las últimas vibraciones del reloj que tocaba las diez.
He ahí lo que ocurría en París durante esta noche del diez de marzo, haciendo que, en este silencio amenazante, las casas permanecieran mudas y sombrías, como sepulcros poblados sólo por muertos.
Los únicos habitantes de la ciudad que se aventuraban por las calles eran las patrullas de guardias nacionales, las cuadrillas de ciudadanos de las secciones, armadas al azar y los policías, como si el instinto advirtiera que se tramaba algo desconocido y terrible.
Esa noche, una mujer envuelta en un manto color lila, la cabeza oculta por el capuchón del manto, se deslizaba arrimada a las casas de la calle Saint-Honoré, escondiéndose en algún portal cada vez que aparecía una patrulla, permaneciendo inmóvil como una estatua, reteniendo el aliento hasta que pasaba la patrulla, para continuar su rápida e inquieta carrera.
Había recorrido impunemente una parte de la calle Saint-Honoré cuando, en la esquina de la calle Grenelle, se tropezó con una cuadrilla de voluntarios cuyo patriotismo se encontraba exacerbado a causa de los numerosos brindis que habían hecho por sus futuras victorias.

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