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Maurice replicó que no quería una amistad como la que ella tenía con Morand, él necesitaba más que los otros.
-Basta, señor Lindey; ahí está nuestro coche; ¿quiere llevarme junto a mi marido?
Subieron al coche: Geneviève se sentó al fondo y Maurice se situó delante. Atravesaron todo París sin que ninguno pronunciara una sola palabra. Durante el trayecto, Geneviève mantuvo su pañuelo arrimado a los ojos.
Cuando entraron en la fábrica, Dixmer estaba ocupado en su gabinete de trabajo. Morand acabada de llegar de Rambouillet y se disponía a cambiarse de ropa. Geneviève tendió la mano a Maurice y, entrando en su habitación, le dijo:
-Adiós, Maurice; usted lo ha querido.
Maurice no respondió nada; se dirigió a la chimenea, donde colgaba una miniatura que representaba a Geneviève: la besó ardientemente, la estrechó contra su corazón, volvió a ponerla en su sito y salió.
Maurice había vuelto a su casa sin saber cómo; había atravesado París sin ver ni oír nada. Se desnudó sin la ayuda de su criado y no respondió a la cocinera, que le presentaba la cena. Luego, cogiendo de la mesa las cartas del día, las leyó una tras otra sin comprender una sola palabra. A las diez se acostó maquinalmente, como había hecho todo tras separarse de Geneviève, y se durmió enseguida.
Le despertó el ruido que hacía su criado al abrir la puerta; venía, como de costumbre, a abrir las ventanas del dormitorio, que daban al jardín, y a traer flores.
Maurice, medio dormido, apoyó en una mano su aturdida cabeza y trató de recordar lo que había sucedido la víspera.
La voz del criado le sacó de su ensueño:
-Ciudadano -dijo señalando las cartas-, ¿ya ha elegido las que va a guardar o puedo quemar todas? Aquí están las de hoy.
Maurice cogió las cartas del día y le dijo que quemara las demás. Entre los papeles creyó distinguir vagamente un perfume conocido. Buscó entre las cartas y vio un sello y una escritura que le hicieron estremecerse. Hizo señal a su criado para que se marchara y dio vueltas y más vueltas a la carta; tenía el presentimiento de que encerraba una desgracia No obstante, reunió todo su valor, la abrió y leyó:
Ciudadano Maurice,
Es necesario que rompamos los lazos que, por su parte, parecen sobrepasar los límites de la amistad.