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Después se vieron unas sombras arremolinadas y tumultuosas pasar por delante de aquellas ventanas.
La sala de las deliberaciones se llenaba de revoltosos.
De repente, cesó el ruido; luego más de repente todavía, redobló en intensidad y alcanzó tal grado de explosión que el viejo edificio tembló hasta los cimientos.
Después, finalmente, el torrente volvió a rodar por las galerías y las escaleras hasta la puerta, bajo cuya bóveda se le vio desembocar como una tromba.
En cabeza del primer grupo, volaba, más que corría, un hombre horrorosamente desfigurado por la alegría.
Era el cirujano Tyckelaer.
-¡La tenemos! ¡La tenemos! -gritó agitando un papel en el aire.
-¡Tienen la orden! -murmuró el oficial estupefacto.
-¡Y bien! Ya me he fijado -dijo tranquilamente Su Alteza-. No sabíais, mi querido coronel, si el señor De Bowelt era un hombre va liente o un valiente hombre. No es ni lo uno ni lo otro.
Luego, mientras seguía con la mirada, sin pestañear, a toda aquella muchedumbre que corría delante de él, ordenó:
-Ahora venid a la Buytenhoff, coronel; creo que vamos a ver un extraño espectáculo.
El oficial se inclinó y siguió a su amo sin responder.
El gentío era inmenso en la plaza y en los accesos a la prisión. Pero los jinetes de De Tilly lo contenían siempre con la misma fortuna y sobre todo con la mis ma firmeza.
Pronto oyó el conde el rumor creciente originado por el flujo de hombres que se aproximaba, de los que percibió enseguida las primeras oleadas avanzando con la rapidez de una catarata que se precipita.
Al mismo tiempo, vio el papel que flotaba en el aire, por encima de las manos crispadas y de las armas res plandecientes.
-¡Eh! -exclamó levantándose sobre sus estribos y tocando a su teniente con el pomo de la espada-. Creo que los miserables han conseguido su orden.
-¡Cobardes bribones! -gritó el teniente.
Era en efecto la orden, que la compañía de burgue ses recibió con rugidos de alegría.
Enseguida se puso en movimiento y marchó con las armas bajas y lanzando grandes gritos al encuentro de los jinetes del conde De Tilly.
Pero el conde no era hombre que les dejara aproximarse más de lo conveniente.
-¡Alto! -gritó-. ¡Alto! Y separaos del pecho de mis caballos, o cargo contra vosotros.