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ataque y el combate. Un filósofo ilustre piensa, al contrario, y
Cumberland y Puffendorf así lo aseguran, que nada hay tan tímido como el
hombre en el estado natural, y que se halla siempre atemorizado y presto a
huir al menor ruido que oiga, al menor movimiento que perciba. Acaso
suceda así por lo que se refiere a los objetos que no conoce, y no dudo
que no quede aterrado ante los nuevos espectáculos que se ofrecen a su
vista cuando no puede discernir el bien y el mal físicos que de ellos debe
esperar, ni comparar sus fuerzas con los peligros que tiene que correr;
circunstancias raras en el estado de naturaleza, en el cual todas las
cosas marchan de modo tan uniforme y en el que la faz de la tierra no se
halla sujeta a esos cambios bruscos y continuos que en ella causan las
pasiones y la inconstancia de los pueblos reunidos. Pero el hombre
salvaje, viviendo disperso entre los animales y encontrándose desde
temprano en situaciones de medirse con ellos, hace en seguida la
comparación, y viendo que si ellos le exceden en fuerza él los supera en
destreza, deja de temerlos ya. Poner a un oso o a un lobo en lucha con un
salvaje robusto, ágil e intrépido como lo son todos, armado de piedras y
de un buen palo, y veréis que el peligro será cuando menos recíproco, y
que después de muchas experiencias parecidas, las bestias feroces, que no
aman atacarse unas a otras, atacarán con pocas ganas al hombre, que habrán
hallado tan feroz como ellas. Con respecto a los animales que tienen
realmente más fuerza que él destreza, encuéntrase frente a ellos en el
caso de otras especies más débiles, que no por esto dejan de subsistir;
con la ventaja para el hombre de que, no menos ágil que aquéllos para
correr y hallando en los árboles refugio casi seguro, puede en todas
partes afrontarlos o no, teniendo la elección de la huida o de la lucha.