Las confesiones (Jean Jacques Rousseau) Libros Clásicos

Página 11 de 612

Hostigado largo tiempo sin saber por qué, devoraba con ardientes ojos las mujeres bellas que se presentaban a mi fantasía con insistencia, sin otro objeto que gozar a mí singular manera, convirtiéndolas en otras tantas señoritas Lambercier.
Pero este gusto extraño, siempre vivo, llevado al extremo de la locura, aun después de la pubertad, fué causa de que conservara las costumbres honestas que parece debía haberme arrebatado. Difícilmente se hallaría otra persona cuya educación haya sido más modesta, más casta que la mía. Mis tres tías no sólo eran de una prudencia ejemplar, sino también de una reserva que las mujeres no conocen hace mucho tiempo. Mi padre, hombre jovial, pero galante a la moda antigua, no dijo nunca una frase, aun a las mujeres que más amó en su vida, que pudiese ruborizar a la más casta virgen, y es imposible mayor esmero en el respeto que se debe a los niños del que se observaba entre mi familia y en presencia mía. Había en este punto el mismo miramiento en casa del señor Lambercier, de suerte que una muy buena sirvienta fué despedida por una expresión algo libre que soltó en nuestra presencia.
No solamente no tuve una idea ciara de la unión de sexos hasta la adolescencia, sino que esta idea confusa siempre se me representaba bajo una imagen odiosa y repugnante. Sentía por las mujeres públicas un horror que siempre se ha conservado vivo; no podía ver un libertino sin menosprecio, basta me inspiraba terror. Mi aversión por el libertinaje era grande desde que, yendo un día a Petit-Saconnex por un camino hondo, vi a ambos lados unas cavidades que me dijeron ser los lugares donde aquellas gentes se entregaban a la licencia. Además, siempre que pensaba en eso, recordaba los acoplamientos de los perros, y este solo recuerdo me producía el mayor asco.
Estas preocupaciones, hijas de la educación, que bastaban por sí solas para retardar los primeros desbordamientos de un temperamento ardiente, fueron auxiliadas por la desviación que me produjo, como dejo dicho, el primer aguijón de la sensualidad. No imaginan sino lo que había sentido, a pesar de molestísimas efervescencias de la sangre, mis deseos se concretaban a la especie de sensualidad que me era conocida, no llegando nunca a la que me habían hecho aborrecible y que, sin que yo lo sospechara, estaba tan cerca de la otra. En mis necios antojos, en mis eróticos furores, en las acciones extravagantes a que a veces me conducían, valíame imaginariamente del sexo bello sin pensar que pudiese ofrecer otro concurso del que yo ardientemente deseaba.

Página 11 de 612
 

Paginas:
Grupo de Paginas:                             

Compartir:



Diccionario: