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Recuerdo todas las circunstancias de los lugares, de las personas, de las horas. Me parece ver a la muchacha y al criado andar de un lado a otro por el cuarto, una golondrina entrar por la ventana, una mosca posarse sobre mi mano al tiempo de estar yo diciendo la lección: veo todo el ajuar de nuestras habitaciones; a la derecha, el gabinete del señor Lambercier, en el que llamaban la atención una estampa con los retratos de los papas, un barómetro, un gran calendario, las frambuesas del jardín, que estaba más elevado que la casa y cuyas ramas daban sombra a la ventana y penetraban por ella algunas veces. Bien sé que todo esto poco importa al lector, pero yo tengo necesidad de contárselo. Contarla todas las minucias de aquella edad dichosa cuyo recuerdo me estremece de placer, si a tanto me atreviese, sobre todo cinco o seis anécdotas... Capitulemos, amable lector. Quiero dispensarte de cinco de ellas, con tal que me sea permitido gozar relatando una con toda la exactitud que me sea posible.
Si ahora tuviese otra mira que distraer al lector podría escoger la del trasero de la señorita Lambercier, que a consecuencia de una desgraciada caída en lo hondo del prado, fué expuesto ante el rey de Cerdeña, al tiempo que éste pasaba; pero la del nogal del jardín es más entretenida, para mí que fui actor de ella, que la de la voltereta de que fui simple espectador, y aun debo añadir que aquel incidente, si bien cómico por sí mismo, me hizo muy poca gracia, al recaer sobre una persona a quien quería como a una madre, y tal vez más.
¡Oh lectores, que estáis impacientes por conocer la gran historia del nogal del patio, escuchad esa tragedia horrible y absteneos de temblar si os es posible!
Fuera de la puerta del patio había, a mano izquierda, una terraza donde a menudo acudíamos a pasar un rato después de comer, aunque nada había que nos protegiera de los rayos del sol, hasta que el señor Lambercier se decidió a plantar allí un nogal. Esta operación se hizo con toda solemnidad: los dos pensionistas eran padrinos, y, mientras cubrían el hoyo, nosotros sosteníamos el árbol y entonábamos cantos de triunfo; con objeto de regarlo, se hizo una concavidad alrededor del tronco. Mi primo y yo, entusiastas espectadores de aquel riego, nos convencíamos cada día más de que era más hermoso plantar un árbol en la terraza que una bandera en la brecha del enemigo, y tomamos la resolución de procurarnos esta gloria sin participación de nadie.