Las confesiones (Jean Jacques Rousseau) Libros Clásicos

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Pero no se hallará en mí ese defecto de los avaros que consiste en gastar por ostentación; al contrario, lo hago secretamente y para recrearme: en vez de gloriarme de ello, lo oculto. Estoy tan penetrado de que el dinero no se ha hecho para mi uso, que me avergüenzo de tenerlo, cuanto más de servirme de él. Si por ventura hubiese tenido una renta suficiente para vivir cómodamente, de seguro que jamás hubiese tenido la menor sombra de avaricia; disiparía mi renta por entero sin pensar en aumentarla: pero me tiene con temor mi situación precaria. Adoro la libertad, y aborrezco la molestia, la fatiga y la sujeción. Mientras me quede algún dinero no he de temer por mi independencia, y me dispensa de empeñarme en procurármelo nuevamente, necesidad que me pareció siempre horrible: así que, temeroso de verlo pronto agotado, lo sepulto. El oro que se tiene es instrumento de libertad; el que se busca lo es de servidumbre. He aquí por qué lo encierro y nada codicio, sin embargo.
Mi desinterés, por tanto, no es sino pereza; el gusto de poseer no vale el trabajo de adquirir; mis disipaciones mismas no son más que efectos de la pereza; cuando se presenta oportunidad de gastar a satisfacción, no puede aprovecharse demasiado. Menos me importa el dinero que los objetos, porque entre aquél y la cosa deseada siempre se halla un intermediario; mientras que entre el objeto y el que lo desea no existe nada. Veo el objeto y me tienta; pero si no veo más que el medio de poseerlo, ya no lo deseo. Por consiguiente, he sido ratero, y aún hoy día lo soy alguna vez, de bagatelas que me tientan y que prefiero tomar a pedirlas; pero no recuerdo haber tomado nunca un ochavo de nadie, salvo una vez, no hace quince años, que hurté siete libras y diez sueldos. La aventura vale la pena de contarse porque encierra un conjunto imperdonable de estupidez y descaro que difícilmente creería si me lo contaran de otra persona.
Ocurrió en París. Paseábame por el Palais - Royal con el señor de Francueil, a eso de las cinco de la tarde. Miró su reloj y me dijo: "Vamos a la Ópera. Convenido, vamos". Toma dos butacas de anfiteatro, me entrega una y sigue adelante; entra y yo le sigo. Encuentro ocupada la entrada, miro a uno y otro lado, veo que todo el mundo está todavía en pie; pienso que podría perderme entre tanta gente, o que, por lo menos.

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