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Volvía yo con dos compañeros, cuando a media legua de la ciudad oigo la retreta y redoblo el paso; suena el tambor y corro desalado; llego sin aliento y sudando a mares; el corazón me latía fuertemente; distingo de lejos a los soldados en sus puestos, corro, gritando con sofocada voz, pero ya era tarde. A veinte pasos de la avanzada veo levantar el primer puente y me estremezco ante el espectáculo de aquellas terribles astas en el aire, siniestro y fatal augurio de la desdichada suerte que entonces empezaba para mí.
En el primer arrebato de dolor, me dejé caer en el glacis y mordí la tierra; mis compañeros, riéndose de su desgracia, tomaron, desde luego, su partido; yo tomé también el mío, pero muy distinto. Allí mismo juré no volver a casa de mi amo, y cuando, al abrirse las puertas, entraron en la ciudad, me despedí para siempre de ellos, encargándoles solamente que dijeran a mi primo Bernard la resolución que había tomado y el sitio donde podría yerme por última vez.
Cuando entré de aprendiz, hallándonos más separados que antes, nos veíamos menos. Durante las primeras semanas, todavía nos juntábamos todos los domingos; pero cada uno fué adquiriendo insensiblemente hábitos distintos, y nos fuimos así alejando, a lo que contribuyó mucho seguramente su madre. Él era un muchacho del barrio alto, mientras que yo, pobre aprendiz, era del barrio de San Gervasio. No había entre nosotros igualdad, a pesar del nacimiento, y tratarse conmigo era rebajarse. No cesaron, sin embargo, nuestras relaciones completamente, pues, como tenía buenos sentimientos, se dejaba llevar a veces por el corazón, a pesar de las sugestiones de su madre. Tan pronto como supo mi resolución acudió, no para disuadirme de ella, sino para proporcionarme un alivio trayéndome algunos regalos, porque mis recursos no me permitían ir muy lejos. Entre otras cosas, me dió una espada pequeña, de la que estaba prendado, y que llevé hasta Turín, donde la necesidad me hizo venderla y comérmela, como vulgarmente se dice. Cuanto más he reflexionado después sobre la conducta que mi primo observó conmigo en tan crítico momento, más me be convencido de que obró por consejo de su madre y quizá también de su padre, porque es imposible que, siguiendo sus propias inspiraciones, no hubiese hecho ningún esfuerzo para detenerme o no hubiese tenido deseos de venirse conmigo; pero todo lo contrario: en vez de disuadirme, todavía me animó a llevar a cabo mi proyecto, y cuando me vió firmemente resuelto, se separó de mí sin muchas lágrimas.