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Más adelante murió en su palacio de Aviñón el Papa Clemente VII, a 26 de septiembre de 1394, reinando en Castilla don Enrique III; y sus cardenales, deseosos de la unión de la Iglesia, se propusieron elegirle un sucesor, jurando todos antes sobre los santos Evangelios renunciar al papazgo inmediatamente después de nombrados, si así fuese necesario, y en el caso de que se ciñese a hacer otro tanto Urbano, para proceder unidos de nuevo todos los cardenales en Roma a la elección válida y conforme de uno solo.
Fue elegido, pues, en Aviñón el cardenal don Pedro de Luna, aragonés de nación, y ricohombre de los de Luna; negóse al principio a admitir la triple corona, pero una vez sentado en la silla apostólica, se resistió enteramente a las solicitudes de sus cardenales y del rey de Francia, que le envió a Juan, duque de Berry, y a Felipe, duque de Borgoña, sus tíos, para que renunciase conforme había jurado. Esto dio lugar a continuos debates que se hallaban en pie todavía en el tiempo a que nos referimos, habiéndose declarado en favor de Benedicto Francia, Castilla, Navarra y Aragón, y por el Papa romano, el Emperador, la Inglaterra y la Italia.
Con respecto a Portugal, Castilla seguía defendiendo aunque débilmente, sus derechos: verdad es que desde la infausta jornada de Aljubarrota, perdida por la impericia estratégica de los jóvenes y acalorados caballeros del ejército de don Juan I, este mismo había casi abandonado las esperanzas de recobrar aquel reino que indisputablemente le pertenecería por su boda con doña Beatriz, hija y única heredera del muerto rey don Fernando. El odio entre portugueses y castellanos, y el empeño sobre todo de aquéllos en no ver nuevamente fundido en la corona de Castilla su suelo independiente, había dado una popularidad extraordinaria al maestre de Avis; ayudado de ella se propasó a quitar la vida al conde de Orén en el mismo palacio de la regente, y permitió a sus partidarios la muerte del infeliz obispo de Lisboa, despeñado de la torre: erigióse rey en Coimbra con el dictado de Juan I después de la resignación de la regente viuda Leonor, y reclusión de ésta por nuestro rey en el monasterio de Otordesillas, como le llaman nuestras crónicas contemporáneas.