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-¿Qué tenéis, señora, que dais tantos gritos? -preguntó azorada Elvira, echando una mirada exploradora de desconfianza hacia el conde, que con los brazos cruzados, pero sin pensar en esconder el puñal, parecía su propia estatua enclavada en medio de su casa.
Arrojóse la condesa en brazos de Elvira sin tener aliento sino para exhalar tristísimos ayes y profundos suspiros y regar con abundantes y ardientes lágrimas el pecho de su camarera, donde ocultó su rostro avergonzado.
Volvió el conde al mismo tiempo las espaldas, sonriéndose con cierta expresión sardónica de desprecio y de indignación, y sin proferir una sola palabra que pudiese dar a Elvira la clave de lo que entre sus señores había pasado, anduvo varios pasos, escondió su puñal en la vaina y al llegar a la pared apretó con su dedo un resorte oculto en la tapicería, el cual cedió y manifestó una puerta de la altura y ancho de una persona, secretamente practicada en aquella parte. Por ella desapareció como un espectro que se hunde en una pared o que se borra y desvanece al mirarle detenidamente; que no otra cosa hubiera parecido el conde al espectador que le hubiera mirado estando ignorante de la salida misteriosa, la cual no dejó después de su desaparición la menor señal de fractura, raya o llave, por donde pudiese conocerse que no era obra de magia o de encantamiento.
CAPITULO CUARTO
Este es aquel Albenzayde
Que entre todos tiene fama.
La cámara de don Enrique de Villena, adonde vamos a trasladar a nuestro lector, era una rareza en el siglo xv. Una ancha y pesada mesa, que en balde intentaríamos comparar con ninguna de las que entre nosotros se usan, era el mueble que más llamaba la atención al entrar por primera vez en el estudio del sabio. Varios voluminosos libros, de los cuales algunos abiertos presentaban a la vista del curioso gruesos caracteres góticos estampados, o mejor diremos, dibujados sobre pulidas hojas de pergamino; un reloj de arena; un enorme tintero, cuyos algodones hubieran podido prestar zumo para varios tomos en folio; dos o tres lunas redondas, de aquellas con que solía surtir la reina del Adriático entonces a las personas ricas; algún espejo metálico girando sobre un eje a la manera de los modernos tocadores de las damas; varios instrumentos groseros de matemáticas, que el vulgo creía talismanes mágicos, y no pocos alambiques y redomas aplicables a usos químicos, si así podemos llamar a las confecciones misteriosas de los que en aquella época encanecían buscando la piedra filosofal o la esencia del oro; crisoles y aparatos sencillos, si bien costosos, de física, eran los objetos que cubrían la mesa que hemos procurado describir; veíanse a otra parte de la habitación armas ofensivas y defensivas, que, según la estima que en aquellos tiempos belígeros tenían, no dejaban nunca de verse en las cámaras de los caballeros, una lámpara de cuatro mecheros, suspendida del artístico artesón, y otra manual y más pequeña colocada entre la confusión de objetos que llenaban la mesa, iluminaban el laboratorio del conde de Cangas y Tineo