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La Alice Liddell tembló y osciló. Levantó tres soportes del suelo y volvió a ponerlos en él. La cabina estaba muy caliente. La nave había quedado envuelta en una espesa humareda que lo ocultaba todo salvo el cuadrado de luz de magnesio, que había pasado del blanco al verde.
Oscilaron de un lado a otro, bajaron unos centímetros hacia la explanada de cemento y quedaron atrapados en las garras de una fuerza inmensa que se apoderó de la nave y empezó a hacerla subir por los aires.
El puerto de Schiaparelli se fue alejando por debajo de ellos. Los camiones empequeñecieron, los sistemas de reaprovisionamiento de oxígeno se encogieron; los hangares, los bloques de edificios y los puentes fueron disminuyendo de tamaño hasta convertirse en un modelo, una miniatura y, finalmente, un diagrama geométrico lleno de actividad que fue engullido por las nieblas rojizas de Marte. Más allá podían ver la ciudad que seguía viviendo sin ellos. Los rayos del sol arrancaban destellos llameantes a los canales.
Y el trueno seguía retumbando y gruñendo y los hacía vibrar. Diminutas descargas eléctricas revoloteaban y zumbaban por el casco a medida que la frágil atmósfera iba siendo catalizada a su alrededor. Oyeron un silbido estridente y un ruido como el que podría hacer la inmensa tela del cielo al desgarrarse. El ruido siguió, y siguió, y siguió como si no fuera a tener fin.
Las vibraciones y los sonidos empezaron a disminuir de intensidad y la curva de Marte se empequeñeció y se fue alejando por debajo de ellos moviéndose tan deprisa como una ola que se aparta de la arena. Un instante después debajo, encima y en todas partes no había nada salvo una débil luminosidad color índigo y un siseo tan leve como ominoso.
Era la radio, y las transmisiones llegaron un segundo después. La nave se llenó de voces que informaban, daban instrucciones, ronroneaban, asentían y declaraban esto o lo de más allá. El garrapateo de la estática no tardó en hacerlas ininteligibles. Las pantallas mostraron página tras página de datos y diagramas. Mosaicos y tracerías de color morado vagabundeaban lentamente por la consola. El martilleo ensordecedor, insistente y más o menos regular volvió a hacer temblar la nave. Los objetos que había debajo de la tercera red se agitaron y resbalaron de un lado a otro.
Los papelitos metidos en la ranura de la junta se soltaron y salieron disparados hacia sus caras como si fueran un enjambre de insectos enloquecidos.