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la blanca mano que injuria
la nieve? Sí. Mas--¡ay cielos!--
que me abrasa su blancura.
Mujer, deidad, o quien eres,
¿qué veneno es el que oculta
este áspid de jazmín?
Despierta LINDABRIDIS
LINDABRIDIS: ¿Quién
me llama? ¡Ay de mí!
FAUNO: No huyas.
LINDABRIDIS: No podré, porque el temor
con prisión de hielo anuda
mis pasos. Fiera u hombre
silvestre, deidad inculta,
¿cómo te atreviste, cómo,
a profanar la clausura
de un castillo donde el sol,
si entra, entra con la disculpa
de que viene a traer el día,
y entra en él porque le alumbra?
FAUNO: Como yo soy más que el sol
atrevido; y si él se excusa
de tu enojo por traer
la luz, yo con menos culpa,
porque vengo a traer la sombra;
que esa bóveda profunda
es el seno de la noche,
y yo quien su seno ocupa.
LINDABRIDIS: ¡Arminda, Sirene, Flora!
Salen ARMINDA y SIRENE
SIRENE: ¿Qué das voces? ... ¡Suerte injusta!
ARMINDA: ¿Qué mandas? ... ¡Horror extraño!
SIRENE: ¡Grave mal!
ARMINDA: ¡Desdicha suma!
FAUNO: ¿Son éstas las que han de darte
el favor? Porque la duda
queda en pie, ¿quién ha de darles
favor a ellas? Llama, junta
muchos enemigos de estos,
será mejor la fortuna
de morir a tales manos,
aunque ya lo esté a las tuyas.
Todas son bellas; mas tú
te avienes con su hermosura,
como el clavel con las flores,
como las estrellas puras
con los claveles, los signos
con las estrellas, la luna
con los signos, y con ella
el sol, que a todos sepulta.
Deja, deja que a beber
vuelva la sed, que me angustia
este tósigo de nieve.
LINDABRIDIS: Antes seré de tu furia
breve despojo. ¡Dad voces!
SIRENE: Yo estoy turbada.
ARMINDA: Yo muda.
LINDABRIDIS: ¡Caballeros, al castillo!
Que a manos de la sañuda