Las manos blancas no ofenden (Pedro Calderón de la Barca) Libros Clásicos

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llamado de la arrogancia
del esgüízaro rebelde,
dar quiso una vuelta a Italia,
pasó a vista de Belflor,
adonde mi madre trata,
por deudo o por amistad,
aquella noche hospedarla.
Vila, Teodoro, y vi en ella
la beldad más soberana
que pudo en su fantasía,
lámina haciendo del aura,
del pensamiento colores,
jamás dibujar la varia
imaginación de quien
piensa en lo que a ver no alcanza;
si ya no es que, como era
mi pecho una lisa tabla
en quien amor no había escrito
ningún mote de sus ansias,
sin ser menester borrar
líneas de primera estampa,
pudo escribir fácilmente,
y escribió: "Muera quien ama."
Apenas besé su mano
cuando mi madre me manda
retirar, por dar lugar
a que descanse en la cama.
Tan breve fue la visita
que pienso que, si tornara
a verme, no era posible
que me conociese. ¡Oh cuánta
debe, Teodoro, de ser
la no medida distancia
que hay desde el ver al mirar!
Dígalo el que viendo pasa
o el que mirando se queda;
pues siendo una cosa entrambas,
uno esculpe en bronce duro
y otro imprime en cera blanda.
Tan triste salí y tan ciego
de haberla visto y dejarla
que, curiosamente osado,
dando la vuelta a una cuadra
que a su hospedaje salía,
a la breve luz escasa
de la llave de la puerta
falseó mi vista las guardas.
De sus prendidos adornos
fue despojando bizarra
el cabello y, viendo yo
que a cada flor que quitaba
iba quedando más bella,
dije: "Sin duda es avara
la hermosura allá en el mundo,
pues sobre perfección tanta,
pidiendo ayuda al aliño,
pide lo que no le falta."
Apenas él se vio libre
de trenzas y de lazadas,
cuando empezó a desmandarse
por el cuello y por la espalda.
Perdone esta vez Ofir,

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