Las manos blancas no ofenden (Pedro Calderón de la Barca) Libros Clásicos

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tenéis secretos, yo quiero,
pues lo que yo he de decir
ambos lo podéis oír,
tomar la mano primero.
Celia, aunque no es generoso
pecho el que hace en la ocasión
prenda de la obligación,
ya sabéis que un amoroso
afecto nunca ha vivido
debajo de ley; y así,
que yo me valga de ti,
en fe de haberte servido,
cuando a tierra te saqué,
ni es desdoro ni es bajeza.
Por mí, pues, una fineza
hoy has de hacer.
CÉSAR: Mal podré
excusarme agradecida.
¿Qué es la fineza?
CARLOS: Sabrás
que en un rendido no hay más
gusto, más alma, más vida
que vivir imaginando
en que pueda merecer;
y así te suplico, al ver
cuánto la agradas, que, cuando
te mandare Serafina
cantar alguna canción,
sea ésta que a mi pasión
le dictó la peregrina
fe con que siempre la he amado;
y que, diciendo que es mía,
lo dulce de tu armonía
la encarezca mi cuidado;
porque, oyéndola de ti,
la oirá menos fiera y brava.
CÉSAR: (¡Esto sólo me faltaba!
Mas para echarle de mí,
lo aceptaré.) Corto es
deste servicio el empleo
para lo que yo deseo
hacer por ti.
CARLOS: Toma, pues;
que no es nueva confianza
dar mi esperanza a tu voz;
pues si ella es viento veloz,
al viento doy mi esperanza.

Dale un papel y vase


LISARDA: Aunque yo venía (¡ay de mí!)
a saber, Celia divina,
lo que dijo Serafina
de la joya que la di,
que tienes habiendo oído
que hablar conmigo, no es
ya ésa mi pretensión.
CÉSAR: Pues
sabrás que yo la he tenido
contigo, que es una nueva
de que me has de dar albricias.
LISARDA: Ya sé que mi bien codicias.
Y si el afecto te lleva
a honrarme, di lo que ha habido.

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