La aventura de lose seis Napoleones (Arthur Conan Doyle) Libros Clásicos

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La valla de madera que separaba el jardín de la calle proyectaba una densa sombra negra hacia la parte de dentro, y allí fue donde nos agazapamos.
-Me temo que tendremos que esperar mucho tiempo -susurró Holmes-. Podemos dar gracias al cielo de que no llueva. No creo que sea prudente fumar para pasar el rato. Sin embargo, hay dos posibilidades contra una de que obtengamos una compensación por tanta molestia.
Sin embargo, nuestra guardia no resultó tan larga como Holmes nos había hecho temer, y terminó de un modo repentino y extraño. En un instante, sin el más ligero ruido que nos advirtiera de su llegada, se abrió la puerta del jardín y por ella entró una figura oscura y atlética, tan rápida y ágil como un mono, que avanzó velozmente por el sendero. La vimos cruzar frente a la luz que salía por encima de la puerta y desaparecer, confundida con la negra sombra de la casa. Hubo una larga pausa, durante la cual estuvimos conteniendo la respiración, y luego llegó a nuestros oídos un crujido muy débil. Estaban abriendo una ventana. El ruido cesó, y de nuevo se produjo un largo silencio. El individuo había entrado en la casa. Vimos el súbito resplandor de una linterna sorda dentro de la habitación. Evidentemente, o que buscaba no estaba allí, porque en seguida vimos el resplandor a través de otra ventana, y después, de otra.
-Acerquémonos a la ventana abierta. Lo atraparemos cuando vuelva a salir -cuchicheó Lestrade.
Pero antes de que pudiéramos hacer un movimiento, el hombre salió de nuevo. Al pasar por el círculo de luz, vimos que llevaba un objeto blanco bajo el brazo. Miró furtivamente a su alrededor, y el silencio de la calle desierta le tranquilizó. Dándonos la espalda, dejó en el suelo su carga, y al instante oímos un golpe seco, seguido por un ruido de rotura. El hombre estaba tan concentrado en lo que hacía que no oyó nuestros pasos, que avanzaban sigilosamente por el césped. Con un salto de tigre, Holmes cavó sobre su espalda, y un segundo después Lestrade y yo lo teníamos agarrado por las muñecas y le habíamos colocado las esposas. Cuando le dimos la vuelta, vimos una cara cetrina v repugnante, que nos miraba temblando de furia, v comprendí que habíamos capturado al hombre de la fotografía.
Pero Holmes no estaba prestando atención a nuestro prisionero.

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