La aventura de Peter el Negro (Arthur Conan Doyle) Libros Clásicos

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A última hora de la tarde se fue a su cabaña. A eso de las dos de la mañana, su hija, que dormía con la ventana abierta, oyó un grito espantoso que venía de aquella dirección; pero como no tenía nada de extraño que aullara y vociferara cuando estaba borracho, no hizo caso. A las siete, al levantarse, una de las sirvientas se fijó en que la puerta de la cabaña estaba abierta, pero tal era el terror que aquel hombre inspiraba que hasta mediodía nadie se atrevió a acercarse a ver qué le había sucedido. Al atisbar por la puerta abierta vieron un espectáculo que las hizo salir corriendo hacia el pueblo con el rostro lívido de espanto. En menos de una hora yo ya estaba allí y me había hecho cargo del caso.
»Bueno, como usted sabe, señor Holmes, yo tengo los nervios bastante bien templados, pero le doy mi palabra de que me estremecí cuando metí la cabeza en aquella cabaña. Estaba llena de moscas y moscardones que zumbaban como un armonio, y las paredes parecían las de un matadero. Él la llamaba el camarote, y verdaderamente era un camarote; cualquiera podría pensar que estaba en un barco. Había una litera en un extremo, un cofre de marino, mapas y cartas de navegación, una fotografía del Sea Unicorn, una hilera de cuadernos de bitácora en un estante...; exactamente todo lo que uno esperaría encontrar en el camarote de un capitán. Y en medio de todo ello estaba él, con el rostro contorsionado como un alma condenada y sometida a tormento, y la frondosa barba apuntando hacia arriba en un gesto de agonía. Su ancho pecho estaba atravesado por un arpón de acero, que le salía por la espalda y se hundía profundamente en la pared que tenía detrás. Estaba clavado igual que un escarabajo de colección. Por supuesto, estaba muerto, y así había estado desde el instante en que lanzó aquel último grito de agonía.
»Conozco sus métodos, señor, v los apliqué. Sin permitir que nadie tocase nada, examiné con la máxima atención los alrededores de la cabaña y el suelo de la misma. No había ninguna pisada.
-Quiere usted decir que no encontró ninguna.
-Le aseguro, señor, que no las había.
1 Unos cinco metros por tres.
-Mi buen Hopkins, he investigado muchos crímenes, pero aún no he encontrado ninguno cometido por un ser volador.

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