Página 16 de 21
El cuaderno lo demuestra. Creo disponer de pruebas suficientes para satisfacer a un jurado, aunque usted aún pueda encontrarles algún fallo. Además, señor Holmes, yo ya le he echado el guante a mi hombre. En cambio, ese terrible personaje suyo, ¿dónde está?
-Yo diría que está subiendo la escalera -dijo Holmes muy tranquilo-. Creo, Watson, que lo mejor será que tenga ese revólver al alcance de la mano -se levantó y colocó un papel escrito sobre una mesita lateral-. Ya estamos listos.
Se oyó una conversación de voces roncas fuera de la habitación y, de pronto, la señora Hudson abrió la puerta para anunciar que había tres hombres que preguntaban por el capitán Basil.
-Hágalos pasar de uno en uno -dijo Holmes.
El primero que entró era un hombrecillo rechoncho como una manzana, de mejillas sonrosadas y sedosas patillas blancas. Holmes había sacado una carta del bolsillo y preguntó:
-¿Su nombre?
-James Lancaster.
-Lo siento, Lancaster, pero el puesto está ocupado. Aquí tiene medio soberano por las molestias. Haga el favor de pasar a esta habitación y esperar unos minutos.
El segundo era un individuo alto y enjuto, de pelo lacio y mejillas hundidas. Dijo llamarse Hugh Pattins. También él recibió una negativa, medio soberano y la orden de esperar.
El tercer aspirante era un hombre de aspecto poco corriente, con un feroz rostro de bulldog enmarcado en una maraña de pelo y barba, y un par de ojos oscuros y penetrantes que brillaban tras la pantalla que formaban unas cejas espesas, greñudas y salientes. Saludó y permaneció en pie con aire marinero, dándole vueltas a la gorra entre las manos.
-¿Su nombre? -preguntó Holmes.
-Patrick Cairns.
-¿Arponero?
-Sí, señor. Veintiséis campañas.
-De Dundee, tengo entendido.
-Sí, señor.
-¿Dispuesto a zarpar en un barco explorador?
-Sí, señor.
-¿Cuál es su tarifa?
-Ocho libras al mes.
-¿Podría embarcar inmediatamente?
-En cuanto recoja mi equipaje.
-¿Ha traído sus documentos?
-Sí, señor -sacó del bolsillo un fajo de papeles desgastados y grasientos. Holmes los echó una ojeada y se los devolvió.
-Es usted el hombre que yo buscaba -dijo-. En esa mesita está el contrato. No tiene más que firmarlo y asunto concluido.
El marinero cruzó la habitación y tomó la pluma.
-¿Tengo que firmar aquí? -preguntó, inclinándose sobre la mesa.