La caja de cartón (Arthur Conan Doyle) Libros Clásicos

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¡Ay, pobre criatura! No es raro que se sorprendiera al leer su sentencia de muerte en un rostro en el que antes casi nunca había visto otra cosa que amor hacia ella.
Pero la culpa fue de Sarah, ¡y ojalá la maldición de un hombre destrozado arruine su vida y haga que se le pudra la sangre en las venas! No es que quiera justificarme. Sé que volví a entregarme a la bebida, pues soy un bestia. Pero ella me habría perdonado; se habría mantenido unida a mí tan íntimamente como el cabo al motón, si esa mujer no hubiera puesto los pies en nuestra casa. Pues Sarah Cushing me amaba -ese es el origen de todo el asunto-, me amó hasta que todo ese amor se transformó en un odio pernicioso cuando se enteró de que yo daba más importancia a la huella de mi esposa en el barro que a su propio cuerpo y alma.
En total eran tres hermanas. La mayor era una buena mujer francamente, la segunda un demonio, y la tercera un ángel. Sarah tenía treinta y tres años, y Mary veintinueve cuando me
casé con ella. Cuando nos fuimos a vivir juntos éramos felices a todas horas del día, y en todo Liverpool no había mejor mujer que mi Mary.
Por consiguiente invitamos a Sarah a pasar una semana con nosotros, y la semana se convirtió en un mes, y una cosa llevó a la otra, hasta que ella fue una más entre nosotros.
En aquella época yo llevaba la cinta azul de la liga de los abstemios; ahorrábamos algo de dinero y todo resplandecía como un dólar nuevo. ¡Por Dios santo! ¿Quién demonios habría pensado que todo iba a terminar así? ¿Quién demonios lo hubiera imaginado?
Con frecuencia solía volver a casa los fines de semana, y a veces, si el barco se retrasaba a causa del cargamento, pasaba allí toda una semana; de esta manera tuve ocasión de tratar bastante a mi cuñada Sarah. Era una mujer admirable, alta, morena, aguda y violenta, altanera, y con un brillo en los ojos como chispa de pedernal. Pero en presencia de la pequeña Mary nunca pensaba en Sarah, y eso lo juro al igual que espero que Dios se apiade de mí.
A veces me parecía que ella deseaba quedarse a solas conmigo, o engatusarme para que diera un paseo con ella, aunque yo nunca pensara realmente en eso.

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