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Él
recibió el escudo con mucho donaire y me dijo que mi mala suerte le
afligía. Como yo viese que su corazón se ablandaba, le repliqué: «He aquí
otro escudo como agradecimiento a las molestias que estoy pesaroso de
causarle». Él abrió mucho sus oídos, su corazón y sus manos, y yo le
repliqué, entregándole el tercer escudo, que le suplicaba pusiese cerca de
mí a uno de sus mozos para que me hiciese compañía, porque los desdichados
siempre temen la soledad.
Maravillado por mi largueza me prometió todo lo que le pedía, y
postrándose ante mis rodillas declamó contra la justicia, diciéndome que
ya comprendía él que yo debía tener muchos enemigos, pero que a pesar de
todo saldría felizmente de mis penas, que tuviese mucho valor y que por lo
demás él procuraría que antes de tres días se olvidasen lo que se
consideraban torpezas mías. Yo le agradecí mucho sus cortesías, y luego de
mil abrazos, que no parecía sino que iba a estrangularme, este buen amigo
cerró y dio vuelta al cerrojo de mi puerta.
Yo me quedé enteramente solo, lleno de melancolía y con el cuerpo
ovillado sobre un montón de paja molida; pero no tan menudamente que les
impidiese a más de cincuenta ratas desmenuzarla en más pequeñas briznas.
La bóveda, las murallas y el suelo de mi calabozo estaban formados por
seis bloques de piedra, de tal modo que la Muerte se me aparecía por
encima, por debajo y por alrededor de mí como si estuviese en una tumba;
así que no podía creer sino que aquello era mi entierro. La baba fría de
los caracoles y el seroso veneno de los escorpiones se me resbalaba por la
cara; las pulgas tenían sus aguijones más largos que el cuerpo. También la
piedra me acongojaba y me hacía tanto daño como si fuese mal de piedra