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de consolarme; pero lo hicieron con muestras de un dolor tan tierno, que
el mío aun se aumentó más.
Mientras tanto, mi calabocero vino a advertirnos que mi habitación
estaba ya preparada. «Vamos a verla», dijo Cussan, y echó a andar;
nosotros le seguimos. Yo la encontré muy bien. «No le falta nada -les
dije-; tan sólo el tener libros». Colignac me prometió que al día
siguiente me enviaría tantos como yo le pidiese en una lista. Cuando
atentamente observamos y reconocimos que por la altura de mi torre, por
las fosas hondísimas que la rodeaban y por la disposición total de mi
habitación el salvarme era una empresa fuera del poder humano, mis dos
amigos, mirándose uno al otro, se pusieron a llorar; pero como si de
pronto nuestro dolor hubiese afligido al Cielo, una súbita alegría atrajo
la esperanza, y la esperanza a su vez encendió en nosotros secretas luces
con las cuales mi razón hasta tal punto quedó maravillada que con un
arranque involuntario que hasta a mí mismo me parecía ridículo, les dije:
«Id, id y esperadme en Colignac; yo estaré allí dentro de tres días;
mientras tanto, enviadme todos los instrumentos de matemáticas con los
cuales Yo trabajo de costumbre; también encontraréis en una gran caja
muchos cristales con diversas formas tallados: no los olvidéis. Quizá
fuera mejor que hubiese especificado en una Memoria todas las cosas que me
hacen falta».
Ellos se hicieron cargo de mis demandas sin que pudiesen averiguar mi
intención. Después de lo cual yo los despedí.
Luego de su partida yo no hice otra cosa que rumiar la ejecución de
lo que había premeditado, y todavía estaba rumiándolo al día siguiente
cuando, en el nombre de mis amigos, me trajeron todas las cosas que yo
había indicado en mi demanda. Un ayuda de cámara de Colignac me dijo que