Las Mujercitas se casan (Louisa May Alcott) Libros Clásicos

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Había un montón de cabezas a su alrededor y Amy aguzaba el oído para enterarse de lo que ocurría, pues las frases que llegaba a escuchar la alarmaban bastante. Podemos imaginar su sufrimiento al enterarse de diálogos como el siguiente: -Es una jinete magnífica, ¿quién le enseñó a cabalgar?
-Nadie; solía practicar sosteniendo las riendas y sentándose bien derecha en una vieja montura sobre un árbol. Ahora puede cabalgar cualquier animal, pues no sabe lo que es miedo, y el dueño de la caballeriza le deja baratos los caballos porque ella se los entrena muy bien para conducir señoras. Tiene tal pasión por los caballos que suelo decirle que si le falta todo lo demás puede ganarse la vida domando potros.
Al oír semejante horror Amy pudo a duras penas contenerse, pues se estaba creando la impresión de que ella era audaz y despreocupada, que era precisamente lo que más odiaba en un señorita. Pero ¿qué podía hacer la pobre Amy? La señora estaba sólo en mitad de su relato y mucho antes que hubiese terminado Jo ya había empezado otra conversación, revelando quién sabe qué cosas cómicas de sus vidas privadas.
-Sí, aquel día Amy estaba desesperada porque todos los caballos buenos habían sido alquilados.
-¿Y qué hizo? -preguntó uno de los risueños caballeros, a quien interesaba mucho el tema.
-Se enteró de que había un potrillo en una granja del otro lado del río que nunca había sido montado por una mujer. Amy resolvió probarlo porque era brioso y de buena estampa. Sus luchas fueron patéticas, porque no había quien lo ensillase. Ella misma llevó la montura a remo por el río, se la puso sobre la cabeza y marchó así hasta el galpón, ante el asombro del viejo dueño del caballo.
-¿Y lo montó por fin?
-Ya lo creo que sí, y se divirtió la mar. Yo esperaba verla traer a casa en pedacitos, pero no, señor, lo manejó admirablemente y fue el alma de la fiesta.
-Bueno, eso lo que yo llamo coraje -expresó el joven Lamb volviéndose a mirar a Amy con aprobación y preguntándose qué podía estar diciendo su madre a la muchacha para que estuviese tan roja.
Todavía se puso más colorada y se sintió más incómoda al rato cuando un giro de la conversación introdujo el tema de los vestidos. Una de las señoritas preguntó a Jo dónde había comprado el bonito sombrero marrón claro que había llevado al picnic, y la estúpida de Jo, en lugar de mencionar el nombre de la tienda donde fue comprado hacía dos años, tuvo que responder con franqueza innecesaria:

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