La peste escarlata (Jack London) Libros Clásicos

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los muchachos salieron a su vez. Todos menos dos.
>>La señorita Collbran tuvo unas cuantas convulsiones poco acentuadas, que
duraron más e un minuto. Uno de los muchachos le trajo un vaso de agua.
Ella lo tomó, bebió un sorbo, y exclamó:
>>--¡Mis pies! ¡Ya no siento mis pies!
>>Y al cabo de unos momentos, añadió:
>>--¡Ya no tengo pies... O al menos, no sé si los tengo... ! ¡Ahora tengo
frío en las rodillas! Ya no siento las rodillas.
>>Estaba tendida en el suelo, con un montoncillo de libros y de libretas
sosteniéndole la cabeza. No podíamos hacer nada por ella. el
entumecimiento y el frío alcanzaron la cintura; luego el corazón. Y,
cuando el corazón fue alcanzado, murió.
>>Yo había mirado el tiempo en el reloj. Había muerto en quince minutos.
Allí, en mi propia clase. ¡Muerta! Hacía unos instantes, era una joven
rebosante de vida y de salud, una muchacha fuerte y hermosa. Y habían
pasado quince minutos, sí, sólo quince entre el primer síntoma del mal y
el desenlace.
>>Mientras yo permanecía aquel cuarto de hora en la clase con la
moribunda, había sido dada la alarma en toda la universidad. Por todas
partes los estudiantes, que eran más de un millar, huían de las aulas y de
los laboratorios. Cuando salí para ir a presentar mi informe al decano de
la facultad, encontré delante mío un desierto. Solamente unos pocos
rezagados cruzaban todavía los patios interiores en su huida hacia sus
casas. Algunos corrían.
>>Encontré al decano Hoag en su despacho, solo y pensativo. Me pareció más
viejo y el pelo más blanco y que las arrugas se le marcaban en la cara de
un modo anormal.
>>Cuando me vio pareció recobrar el control de sí mismo. Se puso en pie y
se dirigió, titubeando, hacia la puerta de su despacho que se encontraba
en el extremo opuesto a aquella por la que yo había entrado.

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