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Historia de la Conquista del Perú y de Pizarro
Henri Lebrún
Introducción
El imperio del Perú, en tiempo de su invasión por los españoles,
abrazaba un territorio cuya extensión sorprende, puesto que no bajaba de
mil quinientas millas de norte a sur a lo largo del Océano Pacífico; su
anchura de este a oeste era mucho menos considerable, sirviéndole de
límites las grandes cordilleras de los Andes, que se prolongan del uno al
otro de sus extremos en toda su longitud. Como las demás comarcas del
Nuevo Mundo, el Perú estaba en su principio habitado por numerosas tribus
errantes de groseros salvajes, para quienes eran desconocidos [6] los más
sencillos procedimientos de la industria. Sus primeros habitantes, si
hemos de dar crédito a las tradiciones que han llegado hasta nosotros,
debieron haber sido uno de los pueblos más bárbaros de América. Iban
errantes en un estado de desnudez completa por los bosques y selvas
impenetrables que cubrían el suelo, puesto que no sabían servirse de la
producción del país sino para satisfacer sus necesidades del momento, y
carecían de toda noción de los principios que sirven para distinguir el
bien del mal. Los goces de la vida animal eran los únicos objetos de sus
pensamientos, y su mayor ambición consistía en procurarse los víveres que
necesitaban. Transcurrieron muchos siglos sin que cambiase en nada este
deplorable estado; ni los sufrimientos continuos, ni las privaciones
extraordinarias a que estaban sujetos pudieron hacer nacer en su espíritu
la idea de mejorar su situación.
¿Cómo empezó pues a establecerse allí la civilización? Ignórase
completamente, debiendo atenernos para saberlo a los datos por la
tradición transmitidos. Según ella una de sus hordas errantes fue visitada
en las orillas del lago Titicaca por dos seres de distinto sexo, de
majestuoso continente y con decencia vestidos. Aquellos personajes
singulares se anunciaron como hijos del sol, encargados por el poder
celestial de instruir y civilizar a los hombres. Declararon [7] que el
grande astro del día veía con dolor el estado miserable a que estaban los
naturales por su ignorancia condenados, y añadieron que si querían seguir
exactamente sus lecciones, aumentarían considerablemente los goces de su
existencia. Los salvajes en su sencillez, escucharon con profundo respeto