Crónicas del castillo de Brass (Michael Moorcock) Libros Clásicos

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Hawkmoon sólo preveía un peligro, que en su esfuerzo por ocultar el rostro fueran confundidos con hombres del Imperio Oscuro, contumaces en su deseo de emplear máscaras. En una calle apartada encontraron una posada más tranquila que las demás, y pidieron una habitación grande para los cinco, mientras uno bajaba al muelle para averiguar si había algún barco disponible.

Fue Hawkmoon, que se había dejado barba durante el viaje, el elegido para llevar a cabo los trámites necesarios. En cuanto terminaron de comer se dirigió al puerto y no tardó en regresar con buenas noticias. Un barco mercante zarpaba a primera hora de la mañana. Admitía pasajeros y el precio del pasaje era razonable. No iba a Hornus, sino a Behruk, un poco más arriba de la costa. Hawkmoon decidió al instante comprar pasajes para todos. Se acostaron enseguida, pero ninguno durmió bien, pues les torturaba la idea de que la pirámide y Kalan regresarían.

Hawkmoon se dio cuenta de lo que la pirámide le había recordado. Era algo similar al Globo-Trono del rey-emperador Huon, el objeto que había mantenido con vida a aquel homúnculo increíblemente viejo, hasta que el barón Meliadus lo mató. ¿Era posible que la misma ciencia hubiera creado ambos artilugios? Muy probable. ¿O acaso Kalan había encontrado un depósito oculto de máquinas antiguas, ya que habían sido enterradas en diferentes lugares del planeta, y las había utilizado? ¿Y dónde se escondía Kalan de Vitall? ¿En otro Londra? ¿Se había referido a eso?

Hawkmoon fue el que durmió peor de todos, pues estos pensamientos y otros mil acudían sin cesar a su cerebro. Y se durmió con la espada desenvainada en la mano.

En un claro día de otoño zarparon en un veloz bajel de altos palos llamado «La Reina de Rumanía» (su puerto de origen estaba en el Mar Negro), cuyas velas y cubiertas centelleaban y que parecía deslizarse sin esfuerzo sobre las aguas.

Navegaron sin el menor problema durante los dos primeros días, pero al tercero amainó el viento y el mar permaneció en calma. El capitán no se decidió a desarmar los remos, porque la tripulación era escasa y no quería sobrecargarla de trabajo; prefirió esperar un día, confiando en que el viento se levantara. La costa de Kyprus, una isla cuyo reino, como tantos otros, había sido vasallo del Imperio Oscuro, se veía a lo lejos, circunstancia que resultó muy frustrante para los cinco amigos. No habían salido de su camarote en toda la travesía. Hawkmoon había explicado su extraño comportamiento, diciendo que eran miembros de una secta religiosa, que efectuaban un peregrinaje y debían pasar todo el viaje rezando, de acuerdo con sus votos. El capitán, un honrado marinero que había solicitado un precio justo por el pasaje y no quería problemas con sus pasajeros, aceptó esta explicación sin hacer preguntas.

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