No me digas que fue un sueño (Terenci Moix) Libros Clásicos

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Pues yo estaba con ella la tarde en que decidió arrojar su agonía con tal fuerza que alcanzase el rostro de los propios dioses.
Por primera vez mostró Totmés una expresión interesada. Y cuando Epistemo le rodeó la espalda para conducirle aparte de cualquier escucha, no se vio rechazado.
Epistemo rememoraba para su compañero un atardecer reciente en las terrazas del palacio de Cleopatra. Desde sus balaustradas se contemplan las ninfas en las olas, en sus parterres pasean en paz los pavos reales. Son terrazas flanqueadas por riberas tan fecundas como las del Nilo, pero orientadas hacia aquellas aguas que conducen a las tierras griegas, de donde dicen que llegó Alejandro para instalar en el vientre de Egipto la regia estirpe que culmina en Cleopatra. Y es bien cierto que, al igual que sus reyes, nació Alejandría de este pacto entre el limo que fecunda el valle y la sal que pone
aguamarinas en las rocas del litoral.
La sangre mezclada de dos mundos palpitaba en las arterias de la ciudad divina.
Ya el faro había encendido sus luces, guía de cuantos navegantes buscan en Alejandría el buen refugio. Ya se encendían los fuegos votivos ante los altares de los muchos dioses extranjeros que tienen culto abierto en el barrio de las posadas. Los antorcheros ponían llamas en las esquinas. Y en las tabernas, allá al fondo de los aljibes de barro pintarrajeado, se irisaban los vinos más diversos por el fulgor que proyectaba el holocausto de las nubes en el cielo. Así, color de sangre o de rosa mística, se cargaba el cielo de pasiones cuando agonizaba sobre Alejandría.
Y al contemplar la huida del sol, la reina Cleopatra se encontró dividida en dos almas. Una era griega e imaginaba a Helios con los rasgos de un efebo rubio que recorría el espacio en cuádriga dorada. La otra, era alma tan egipcia que adoraba a Ra, el dios cuya barca se hunde en las tinieblas para librar el combate contra las fuerzas del Mal, resurgiendo cada día invicto, renovador de la fuerza que asegura el constante renacer de todo lo creado.
A aquellas horas del día la intimidad de la reina de Egipto se acoplaba a las mutaciones del cielo. Como las nubes, como la luz, como el propio sol, se dejaba seducir por fluctuaciones no programadas.
Era el instante privilegiado en que la placidez ya sólo concede audiencias a la pereza, alcahueta a su vez de la memoria. Atrás quedaba una jornada llena de compromisos debidos, en parte, a los quehaceres de la política y, en parte, a las exigencias del protocolo.
Pues era cierto que Antonio, obligado a desplazarse a Roma para presidir los funerales de su esposa, había dejado en Alejandría demasiados asuntos.

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