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Si Fulvia preparaba sus armas para atacarla desde las oscuras cavernas, Cleopatra, reina, guerrera, amazona, se adentraría en ellas con la destreza de quien conoce el camino desde todos los siglos que la han precedido. Pero, además, disponía de otros triunfos. Y eran los de la vida.
El primer triunfo era ella misma cuando se transfiguraba en hembra feroz, capaz de abandonar su envoltura de diosa y soberana y rebajarse a la pericia de una ramera para saciar los apetitos famosos de su amante. El segundo era la inmensa ladrona de voluntades en que podía convertirse la ciudad, en que puede convertirse Alejandría cuando abre su inmensa matriz para devorar a los amantes enloquecidos. El tercer triunfo eran dos criaturas.
Alejandro Helios y Cleopatra Selene, los gemelos nacidos para perpetuar el alcance mítico de la dinastía.
Partió Antonio a Roma sin conocerlos, pero con el orgullo de saber a ciencia cierta que su nacimiento estaba inscrito en las constelaciones. No utilizó su característico sarcasmo cuando lo anunciaron los astrónomos. Al fin y al cabo, la familia de Cleopatra -¡esos pintorescos Tolomeos!- era experta en trasladar a los cielos sus conflictos domésticos. Cuando, en el pasado, la reina Berenice perdió su ponderada cabellera, los astrónomos decidieron que había ascendido hasta las profundidades de la noche y quedó allí, inamovible, centelleante, transfigurada en la más hermosa de las constelaciones. Y si los azares de una reina excesivamente despistada podían cambiar el curso de los astros, ¿qué no harían esos niños nacidos del encuentro entre los dos ríos más fecundos, el río de Roma y el de Egipto, confluyendo en el apasionado litoral de Alejandría?
Esos dos hijos eran la vida. Eran la certeza de que la vida brotaba del cuerpo de Cleopatra como brota de los márgenes del Nilo. Contra el fantasma de Fulvia, los dos mellizos con nombres de reyes garantizaban un sueño largamente acariciado por Antonio: el dominio absoluto sobre Oriente. Pero al mismo tiempo representaban una continuidad anhelada, suplicada a cuantas divinidades ostentan el pendón de la fertilidad. Imitar en el seno de su reina la gesta del más grande héroe que Antonio había conocido. Pues años antes, en aquella mujer privilegiada, había engendrado Julio César al futuro rey del mundo. Al príncipe Cesarión.
Y de él se hablaba ahora en los triclinios que rodeaban la intimidad de Cleopatra. Y fue su nombre el talismán contra sus cuitas momentáneas.
Pues ningún sentimiento podía compararse al que expresaba no bien surgía la menor alusión al primogénito. Y tan pronto admiraba sus progresos en las distintas disciplinas a que su educación de príncipe le sometía, como se lamentaba de la ausencia, no por necesaria menos enojosa, a que aquel mismo proceso le obligaba.