Cómo crece tu jardín (Agatha Christie) Libros Clásicos

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-A mí me recibirá -dijo Poirot, entregándole una tarjeta.
La autoridad con que habló surtió el efecto deseado. La doncella de mejillas rosadas se hizo a un lado y condujo a Poirot hasta un salón, situado a la derecha del vestíbulo. Luego, con la tarjeta en la mano, se fue a avisar a su señora.
Hércules Poirot miró a su alrededor. El salón era completamente convencional: en las paredes, papel color de avena, con un friso en el borde; cretonas de color indefinido; cojines y cortinas de color rosa y profusión de chucherías y adornos. No había nada en la habitación que se destacara, que indicara la presencia de una personalidad definida.
De pronto Poirot, que era muy sensible para estas cosas, sintió que unos ojos le observaban. Giró sobre sus talones. Una chica estaba de pie en el umbral de la puerta ventana, una chica de baja estatura, cetrina, de pelo muy negro y mirada llena de desconfianza.
Entró en la habitación y, al tiempo que Poirot se inclinaba ligeramente en ademán de respeto ante ella, saltó bruscamente:
-¿Por qué ha venido?
Poirot no respondió. Se limitó a alzar las cejas.
-Usted no es abogado, ¿verdad?
Hablaba bien el inglés, pero nadie, ni por un momento, la hubiera tomado por inglesa.
-¿Por qué había de ser yo abogado, mademoiselle?
La chica se le quedó mirando fijamente con una expresión sombría.
-Pensé que a lo mejor lo era. Pensé que a lo mejor había venido a decir que ella no sabía lo que hacía. He oído hablar de esas cosas; la influencia indebida le llaman, ¿verdad? Pero no es cierto. Ella quiso que el dinero fuera mío y lo será. Si es necesario tendré un abogado propio. El dinero es mío. Ella lo dejó escrito así, y así será.
Estaba muy fea, con la barbilla hacia delante y los ojos lanzando chispas.
La puerta se abrió y entró una mujer alta.
-Katrina -dijo.
La chica retrocedió, enrojeció, y, farfullando algo ininteligible, salió por la puerta ventana,
Poirot se volvió hacia la recién llegada, que de modo tan eficaz había zanjado la cuestión, pronunciando una sola palabra. En su voz había habido autoridad, desprecio y una nota de ironía refinada. Poirot se dio cuenta en seguida de que aquélla era la dueña de la casa, Mary Delafontaine.
-¿Monsieur Poirot? Le he escrito a usted. No habrá recibido mi carta.
-He estado fuera de Londres.

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