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ridícula.
- En adelante, ten un poco de sentido común - me dije, mientras me arreglaba los
puños y alisaba el delantal -. No tienes condición alguna para estas cosas del
espiritismo.
Hice luego mi propio equipaje y estuve ocupada durante el resto del día.
El padre Lavigny, muy cortésmente, expresó su profundo sentimiento por mi
marcha. Dijo que mi jovialidad y mi sentido común habían sido muy útiles para todos.
¡Sentido común! Me alegré de que no supiera nada sobre mi estúpido comportamiento
en la habitación de la señora Leidner.
El padre Lavigny me expuso su intención de dar la de vuelta a la casa, hasta el
lugar donde la señora Leidner y yo vimos a aquel hombre.
- Tal vez se le cayó algo, ¿quién sabe? En las novelas de misterio, el criminal
siempre hace una cosa así.
- Creo que en la vida real los asesinos son más cuidadosos - dije.-
- No hemos visto a monsieur Poirot - observó él.
Le dije que el detective anunció que iba a estar ocupado todo el día, pues tenía que
poner algunos telegramas.
- ¿Telegramas? ¿Para América? -
- Así lo creo. Dijo que eran para todo el mundo, pero me parece que eso fue
exageración propia del personaje extranjero.
Me puse colorada, pues recordé que también el padre Lavigny lo era. Pero no
pareció ofenderse; se limitó a reírse cordial mente y a preguntarme si se tenían
noticias del hombre bizco.
Le contesté que no había oído ninguna nueva ni tan siquiera indicios.
El religioso volvió a interrogarme acerca de la hora en que la señora Leidner y yo
habíamos visto a aquel hombre, y de qué forma estaba tratando de mirar por los
cristales de la ventana.
- Por lo visto, la señora Leidner le interesaba muchísimo - dijo pensativamente -.
Desde entonces me he estado preguntando si no se trataría de un europeo que quería
pasar por iraquí.
Aquélla era una idea nueva para mí y la consideré cuidadosamente. Había dado por
sentado que el hombre era un árabe, pero si se pensaba bien, aquella impresión me la