Diez negritos (Agatha Christie) Libros Clásicos

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-¿Conoce usted esta parte de Inglaterra?
-No, vengo por vez primera.
Decidida a poner en claro su situación en casa de los Owen, añadió:
-No he visto jamás a mi jefe.
-¿Su jefe?
-Sí, soy la secretaria de mistress Owen.
-¡Ah! Comprendo. Esto lo cambia todo.
Vera se echó a reír.
-¿Por qué? Yo no lo encuentro diferente. La secretaria particular de mistress Owen se puso enferma y pidió a una agencia, telegráficamente, una sustituta, y me han enviado a mí.
-¿Y si el puesto no le conviene, una vez instalada en la casa?
De nuevo Vera se echó a reír.
-¡Oh!, esto sólo es provisional. Un empleo para las vacaciones. Yo tengo una situación estable en una escuela de niñas. El hecho es que yo ardo en deseos de ver esta isla del Negro, tan célebre desde que los periódicos han hablado de ella. ¿Es a tal punto fascinadora?
-En verdad, no puedo decirle nada, no la conozco -respondió Lombard.
-¡Ah, si! Los Owen han debido entusiasmarse. ¿Cómo son? Dígame algo de ellos.
Lombard reflexionó un instante. La situación se ponía difícil. ¿Debía, sí o no, dar a entender que él no los conocía? Se decidió a cambiar de conversación.
-¡Oh! Tiene una avispa en un brazo, no se mueva, por favor.
Para convencerla hizo el gesto de lanzarse a cazar a la avispa.
-¡Ya se fue!
-Gracias, muchas gracias. Las avispas abundan este verano.
-Es, sin duda, el calor. ¿Sabe usted a quién esperamos?
-No tengo la menor idea.
Se oyó el ruido de un tren que se acercaba.
Lombard dijo:
-¡He aquí el tren que llega!
Un hombre alto, de aspecto militar, apareció a la salida del andén.
Sus cabellos grises estaban cortados casi al rape y su bigotito blanco muy bien cuidado.
El mozo, ligeramente vacilante bajo el peso de una sólida maleta de cuero, le indico a Vera y a Lombard.
Vera se adelantó.
-Soy la secretaria de mistress Owen, tomaremos este coche. Le presento a mister Lombard.
Con sus ojos azules, fatigados por la edad, el recién llegado juzgó al capitán Lombard. Se hubiera podido leer en ellos esta opinión:
«Buen tipo, pero hay en él algo que desagrada.»
Los tres se instalaron en el taxi, que recorrió las calles solitarias del pueblecito de Oakbridge y enfiló la carretera de Plymouth. A los dos kilómetros el coche se metió por un laberinto de caminos vecinales, verdeantes, empinados y estrechos.

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